58. Salmeé

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 Lo veo entrar

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Lo veo entrar. Se queda de piedra y la puerta se cierra tras él.

Iván, que le está dando la espalda, echa una mirada sobre su hombro en cuanto me pongo de pie.

Lo siguiente ocurre demasiado rápido: Elián da un paso al frente y sus labios se separaban para hablar, pero las palabras jamás salen ya que Iván se incorpora y tira de mí tras de sí.

El silencio que cae entre nosotros es tenso como el alambre y pesa tanto como cientos de toneladas de hormigón. Hay estática en el aire y no existe músculo que no esté tieso en el cuerpo de cualquiera de los tres. Las paredes parecen acercarse en lugar de quedarse quietas. Es como si el universo entero estuviera comprimido aquí por un segundo.

Se miran a los ojos con fijeza luego de tanto tiempo y heridas de por medio.

—Iván... —El muchacho de ojos abismales, en cuya voz pesa un arrepentimiento infinito, trata de explicarse.

Mi mejor amigo corta sus palabras con cautela.

—Mary, sal de aquí. —No puedo mover las piernas, apenas entiendo cómo me sigue latiendo el corazón y funcionando los pulmones—. Por favor, Mare... —insiste sin girarse.

—¿Mary? —Elián parpadea confundido antes de trasladar sus ojos brevemente hacia mí—. ¿Es otra de las cosas que evitaste decirme?

Se me hiela la sangre. No suena enojado ni resentido, sino dolido y decepcionado, lo que lo hace peor.

—No le dirijas la palabra —advierte Iván.

Quiero hablar en mi propio nombre, pero no encuentro mi voz.

Hermanos.

Aún no puedo procesarlo.

—Lo siento, yo no quise... —Mi compañero de trabajo hace el intento de disculparse por lo que me dijo, pero no es capaz de terminar de hacerlo dado que algo ocurre primero, deshaciendo el resto de la oración.

Sus ojos se cristalizan. Aspira con brusquedad y sus manos se transforman en puños en el intento de disimular el temblor que le recorre el cuerpo.

—Lo siento mucho, por todo.

Nunca pensé que podría ver a alguien romperse tan rápido, pero ahí está él. Su usual humor, alegría y optimismo parecen nunca haberle pertenecido. Ahora solo se ve a un chico herido por sus propias acciones y luchando con ángeles disfrazados de demonios, los cuales somos somos Iván y yo.

—Lo sé todo. —Aparta la mirada con vergüenza—. Soy consciente de todo lo que hice, de lo miserable que he vuelto sus vidas y de que no merezco el perdón que puedan ofrecerme... Si es que me lo ofrecen alguna vez.

Tomo el brazo del castaño frente a mí, aferrándome a él para no perder el equilibro que se ve amenazado por el golpe que representa la confesión.

—Jamás me perdonaré haberte dejado en coma. Sé que nada justifica lo que te he hecho, arrebatado y de quién te he alejado. —La telaraña de cristal de sus ojos se posa en mí por un segundo antes de volver a su hermano—. Siento haber cambiado, o mejor dicho haber intentado cambiar, demasiado tarde. Lamento haber dejado que toda mi mierda me nublara e hiciera olvidar de lo mucho que hiciste por mí y de cuánto te quiero, Iván. —Traga con dificultad—. Y tú, Salmeé... O Mary, quien quiera que seas, ya sé lo que te hice. No recuerdo cómo o por qué, pero sé que soy responsable de todas esas heridas que hay en tu piel.

Es como si me acabaran de succionar todo el oxígeno fuera del cuerpo. Retrocedo, alejándome de Iván, que me mira sobre su hombro confundido.

—¿De qué heridas está hablando? —pregunta en voz baja.

Lo que callo para no herirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora