No creo en el destino, no soporto la idea de pensar que alguien o algo está controlando mi vida. No soporto la idea de pensar que mi vida no me pertenece, que no tengo derecho sobre mis decisiones o incluso mi propio cuerpo, por ese motivo me lleno de ira cuando alguien me habla del destino. Soy un gran fan de las casualidades, creo fielmente que las casualidades dominan la vida y el mundo, pero ¿el destino? Puras patrañas.
Sin embargo, yendo contra mis propias convicciones, he llegado a creer si acaso no fue el destino que mi vida cambiara de repente.
Pues... ¿a qué me refiero? Pensarán.
¿Qué, te sorprende que te hable? Y mira, yo no estoy escribiendo este ridículo cuaderno por nada y mis palabras no se perderán en el tiempo. Mis memorias no se pudrirán en mí mientras mi cuerpo es comida de gusanos. Yo escribo, tú me lees. Ese es el trato, esa es la apuesta a la que me he metido.
Eric me ha dicho «nadie te leerá, hermano, no es maldad, es la realidad», y la verdad es que no me importa. Me reconforta pensar que mi existencia no es un punto en la oscuridad, que no soy uno más del montón. Me reconforta pensar que lo que he vivido, lo que pienso, lo que siento, le servirá a alguien algún día.
Bueno, ¡Al! Te estás yendo por las ramas como siempre, lo siento, la cuestión es que me refiero a lo que muchos llaman «destino» y lo que yo llamo «casualidad».
Me refiero al día en que la conocí a ella.
Iré por orden para no mezclar mis ideas y trataré de que mi adrenalina no me domine, no quisiera entorpecerte la lectura y mucho menos que todo lo que escribo parezcan disparates. ¡No vaya a ser que crean que estoy loco! Bueno, quizá un poco loco esté, pero ese es tema para otro capítulo.
Empezaré por el comienzo, por mí, ya que soy el protagonista de esta aburrida historia de mi vida cotidiana. ¡Hay que ser bastante chismoso para andar queriendo husmear en mi monótona vida! ¿No? Pero bueno, aquí estoy yo de chismoso queriendo contarles y aquí están ustedes de chismosos queriendo saber sobre mí.
Mi nombre es Alphonse, actualmente tengo veinticinco años y soy el dueño de una pequeña cafetería que la mayoría considera «anticuada», al menos cuando no suben fotos en mi local al Instagram para parecer cool. Me crie en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, soy hijo único y viví siempre junto a mi madre, una laboriosa mujer que siempre se ha esforzado por darme la mejor vida como madre soltera.
Presten atención en este momento porque jamás lo volveré a repetir, no porque me duela, sino porque la verdad no me interesa: El que debería haber sido mi padre, al enterarse del embarazo de mi madre, decidió que no estaba listo para la paternidad y huyó por ahí a quién sabe dónde. La verdad no me interesa, mi madre se ha ocupado de todo ella sola como la reina que es y a ella le debo ser quien soy hoy en día.
Mi casa era pequeña, dormía en la misma habitación que mi madre en un pequeño colchón en el suelo que escondíamos bajo la cama durante el día para que quedara más lugar en la habitación. Contábamos con apenas un pequeño baño y una cocina-comedor donde pasábamos poco tiempo, ya que preferíamos pasarlo en el pórtico, donde mi mamá salía a beber su té junto a la vecina. Su hijo, Eric, tenía la misma edad que yo y teníamos una historia familiar similar: Su padre los había abandonado y su madre se encargaba sola de él y sus hermanos. Así que desde pequeños, desde antes de pronunciar «mamá» por primera vez, él y yo tuvimos una fuerte conexión. Quizá nos unió el dolor, quizá la pérdida, quizá el respeto que sentíamos por nuestras madres. No sabría decirlo con exactitud, pero desde muy pequeños nos volvimos más que mejores amigos, nos convertimos en hermanos.
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Pequeños sorbos de té
RomanceÉl la conoció. La odió. Se volvió su amigo. La unió con su mejor amigo. La amó. Y se arrepintió de haberlos unido...