C A P Í T U L O D I E Z

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Llevo tanto tiempo sin tener una cita que ya no me acuerdo de cuál fue la última, pero preferiría que nadie usara ese término para referirse al hecho de que me han obligado a matar unas horas en compañía de un abusón. Porque al margen de que no llevara porra y encima cuando sonría se oigan los cánticos de los ángeles, Leon Dresner es un abusón de primera. Aunque no te quite la merienda ni te meta la cabeza en el váter del servicio del instituto, te encierra en tu coche y te convence dando donde más te duele. En mi caso... el deseo.

Detesto haberme dejado arrastrar por algo tan básico y visceral, tanto así que estoy decepcionada conmigo misma, preguntándome cada dos por tres cómo es posible que haya permitido que me embauque un hombre que representa todo lo que está mal. El atractivo jefe de mi jefe, encorbatado y con limusina. Joder, es que parezco la nueva repetición del argumento trillado, esa sobre la que vomito sistemáticamente cada vez que Katia me viene con que lea lo último en erótica.

Recordar la situación y al que la ha generado solo hace que me ponga de peor humor, porque resulta que todos los esfuerzos que hice por mantener las distancias durante la semana del congreso han sido en vano. Al final ha acabado teniéndome donde quería.

Quizá, presentándome a la cita con cara de ajo, consiga hacerle volar lejos. Pero quién sabe si no es uno de esos hombres a los que les fascina que las mujeres les den patadas, y quién sabe si para colmo va a sacarse un as de la manga y voy a acabar siendo de esas que primero se hacen las duras y luego se dejan mangonear. Otra característica más de la trama mil veces planteada de las trilogías románticas... Denigrante, simplemente denigrante.

—¿Me vas a contar de una vez qué pasa entre Prince Charming y tú? —espeta Lana, mirándome con los brazos en jarras y los ojos entornados.

—Me repatea que lo llames así, porque en ese caso, ¿quién sería yo?

—La bestia, por supuesto.

—Me dejas más tranquila. No estaba segura de querer ser una princesa Disney con problemas para ejercitar la mente más de cinco minutos.

—Eso ha sido un golpe bajo para Cenicienta, que lo sepas.

—Respeto a la Cenicienta, si le gusta fregar y hablar con las cucarachas no es mi problema. Solo señalaba un hecho, y es que en su caso, en el de Blancanieves y en el de La bella durmiente, y si te place, también Eva de la magnífica historia de la Bibia, no se trata de una mujer conocida por su elevado coeficiente intelectual.

—¿Y se supone que tú eres más lista intentando evadirme? No lo vas a conseguir, querida; yo inventé el jodido juego. —Y me apunta con su perfecta manicura—. ¿Qué pasa? Porque es evidente que pasa algo, y más evidente aún que no me lo has contado, y ya el colmo de la evidencia es que vais a veros ahora, porque llevas horas rebuscando entre tus cosas para elegir algo que no dé vergüenza ajena, lo que es evidente que darás si no usas algo de mi armario...

—...que es el evidente ejemplo de la evidente perfección.

—Evidentemente.

Le sostengo la mirada con los ojos entornados, y ella alza la barbilla con la soberbia de la reina que vive en las profundidades de su corazón... Y no pasan ni tres segundos hasta que nos echamos a reír como unas imbéciles.

Como es imposible huir de Lana cuando se pone en ese plan —y hablo desde la triste experiencia—, acabo suspirando y contándole la historia desde el principio. No menciono detalles: todo a grandes rasgos, sin demasiada emoción. Vamos, que si no bostezo durante la exposición es porque creo que habría quedado excesivo.

—Entiendo tu postura —dice una vez he acabado, dejándome boquiabierta—. ¿Qué? ¿Por qué te sorprende? Soy tan profesional como tú, Adrienne: me tomo muy en serio mi trabajo y comprendo que no quieras acostarte con el jefe. Esas cosas acaban mal en un noventa y nueve por ciento de los casos.

Cuatro veces tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora