C A P Í T U L O D I E C I S É I S

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Algo interesante sobre el día que Leon y yo sellamos un pacto del que me arrepentí dos minutos después, es que Lana estaba roncando en el sillón del laboratorio mientras discutíamos las cláusulas del acuerdo. Esto suena muy profesional y cualquiera diría que no hago referencia a un contrato carnal firmado oralmente, pero prefiero que así sea para no recordar de manera permanente que estoy sujeta a tres citas obligatorias... Por lo que respetaremos mi voluntad.

Pero volviendo a lo anterior, resulta que me equivocaba y Lana no roncaba, sino que se esforzaba por roncar, porque en realidad no estaba dormida. Estaba escuchando la conversación para estudiarse de memoria las partes más importantes, subrayar lo inolvidable, vomitarme la labia de Leon —como si pudiese olvidarla— y gritar como una loca porque...

—¡Te vas a liar con un millonario!

Como si ese hubiera sido el sueño de mi vida, alguna vez hubiese estado entre mis aspiraciones —ni en el ámbito profesional, ni en el personal—, o vaya uno a saber qué. Yo siempre he tenido muy claro que quería ser médico, y lo acreditan todos mis sets completos de instrumental quirúrgico —de plástico, claro—, la excelente salud de mi escolanía de peluches y las series en DVD y Blue-ray —que en realidad no sé lo que es, pero suena profesional— que me gustaba coleccionar, tales como Anatomía de Grey —aunque esa la veía un poco por Derek, lo reconozco—, Mercy, Llama a la comadrona y House. Ergo, eso de ponerme a batir palmas con el tema millonario no iba a poder ser. No en esta vida.

En cuanto a las citas... Que Lana supiera de ellas y de mi pacto —ahora suena satánico, lo sé, pero lo prefiero— solo incrementaba mis nervios, porque no dejaba de revolotear como un pajarillo herido en un ala, picoteándome la cabeza con unas de: «¿cuándo será la primera? Que avise de la calidad del evento para que pueda vestirte acorde con él», y otras de: «has tenido ya la cita y no me lo has contado, ¿verdad, cabrona?», a los que yo respondía: «sí, te jodes».

Bueno, ¿qué pasa? ¿No puede una ahora querer tener vida no sexual y vida no sentimental privada? Yo jamás he sido de esas mujeres que mandan fotos por mensaje para que sus amigas aprueben los modelitos, ni de las que necesitan que la acompañen para ir al baño, como si fuera a caerme por el retrete o necesitara que me entonasen algún cántico para animarme a terminar con lo mío. Puedo hacer las cosas sola, no requiero de aprobación social generalizada, y prefiero poder vestirme como me apetezca sin que se me acuse de aburrida por ello. Tener camisas estilo azafata es cómodo y tener vaqueros es práctico, y si para el frío me quiero poner mi maldito gorro de lana gris, me lo voy a poner. ¿Oyes eso, Lana?

En fin, la reencarnación de Coco Chanel tampoco era ni es mi mayor problema, sino que todo me suena demasiado raro. El contrato en sí no lo es; de hecho, las condiciones que he impuesto son por las que cualquiera me mandaría a revisarme la cabeza —ninguna mujer le niega a Leon Dresner un beso, o el uso de las manos; sobre todo las manos, ya sabéis—, pero detrás de todo tiene que haber algo. El tipo se está tomando demasiadas molestias para irse a la cama conmigo, y ni siquiera pretende hacerlo más de una vez. Comprendo que cuando la gente lo tiene todo, se vuelve más tiquismiquis y sus caprichos alcanzan lo obsesivo, tal vez lo ridículo. Pero sinceramente, cuando uno ve a Leon, y peor: cuando uno habla con Leon, lo último que le viene a la cabeza es la palabra «ridículo». En todo caso, ridículamente perfecto.

En todo caso, ridícula soy yo, que he vuelto a pedirle a Lana que me coja la comida para encontrar de nuevo a un polizonte cárnico entre mi aguada y aburrida ensalada.

—Lana...

—¿Qué? No es una salchicha, esta vez es un filete.

La voy a disculpar porque hoy no quiere discutir y creo que voy a poder apartar el filete sin morirme del asco. En realidad no tiene ninguna gracia la bromita. Sí, la carne no puede matarme, solo darme disgustos, pero es como ponerle yogur a la ensalada de un intolerante a la lactosa. ¿Tan difícil es de entender que por restregarme un muslo de pollo en la cara no me va a empezar a gustar?

Cuatro veces tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora