C A P Í T U L O U N O

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"El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad."

—Voltaire.

Lana y yo llegamos a Múnich con veinte minutos de retraso, presentándonos en el hotel alrededor de media hora tarde. El servicio de taxis en Alemania tiene pinta de ser eficaz —más que en París, al menos—, pero el tráfico es infinitamente peor. Quizá se deba a que hay una considerable proporción de gente con renta de sobra para adquirir vehículos de última gama y les encanta pasearse para lucirlos en lugar de aprovechar y colaborar con el medio ambiente cogiendo el autobús. O tal vez simplemente sea cosa de que es lunes, son las siete de la mañana y está a punto de empezar la jornada laboral.

En cualquier caso, el ambiente ajetreado de Múnich no me inspira. Ni eso ni el cielo plomizo, que podría haberme puesto nostálgica si pudiera permitírmelo, si me fuera el rollo de poeta de buhardilla o si realmente el tiempo atmosférico pudiera ejercer algún poder sobre mí, más allá de condicionarme a la hora de elegir vaqueros.

Mi ayudante, compañera, amiga, consejera del corazón y moda y a veces irritante lorito, está tan entusiasmada que no deja de mirarlo todo con absoluta fascinación. Con los ojos tan grandes e iluminados me recuerda a Lulú, la única persona de todo París que voy a echar de menos en caso de mudarme definitivamente. Esa que me recomendó que aprovechara mi salida de Francia para hacer turismo y disfrutar.

Pero, ¿cómo voy a disfrutar si me estoy pasando los horarios por el forro?

—Adrienne, relájate —pide Lana, que no tarda en interpretar correctamente mi expresión de fastidio supremo. Es una de esas pocas personas que tienen ganas y tiempo para descifrar mis intenciones, pensamientos y semblantes, poco variables gracias a un autocontrol que ya envidiaría la guardia londinense—. Solo son veinte minutos. No van a impedirte entrar por eso... Además de que el congreso es por mañana por la tarde-noche. Si te pierdes algo, es el recibimiento.

Y entre ella y yo: no me hace especial ilusión reunirme con otros cerebritos antes de lo previsto para establecer las bases de la guerra que se va a iniciar. O peor aún... Entablar una amistad que luego pueda perjudicarme por la distancia.

Pamplinas. Dudo seriamente que se le pueda coger cariño a alguien en cinco días.

—Aunque no me haga dar saltos el asunto de conocer a mis adversarios, quiero intercambiar al menos unas palabras con ellos. Tengo que saber a qué me enfrento.

—Oh, vamos. No te enfrentas a nada. —Pone los ojos en blanco—. Eres la mejor en lo tuyo.

—Y tú eres la mejor siendo la reina de la subjetividad —señalo—. Ni siquiera los conoces, Lana. Hay gente superdotada y con unos cuantos doctorados detrás. Y yo soy una mujer. Una mujer joven. Una mujer muy joven y con tetas —concreto, mirándola gravemente—. Los hombres se sienten amenazados cuando ven en su terreno a una hembra. Más si es rubia y atractiva. Y si no, niégamelo.

Lana arruga la nariz.

—Eso es cierto, pero una cosa no quita a la otra. Eres buena, Non.

La miro con el ceño fruncido.

—¿Tú también te unes al club de llamarme así? —refunfuño. Ella esboza una sonrisa de disculpa.

—Lo siento. Te viene como anillo al dedo.

Tampoco puedo culparla por haber adoptado el apelativo que me puso mi grupo de amigas. La señorita Non es mi alter ego como lo podría ser Chinaski de Bukowski, o Sasha Fierce de Beyoncé. Ni siquiera me molesta que el apodo sea referente a mi objetividad incluso negativa —siempre con el no por bandera—. Creo que he madurado lo suficiente para no ofenderme por pequeñeces. El problema con ello es que me resta importancia, además de que me gusta mi nombre. Y no es ningún delito que mis preferencias se inclinen a favor de llamarme como mi madre quiso, que yo sepa. Claro que eso le importa un carajo a mis amigas.

Cuatro veces tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora