C A P Í T U L O V E I N T E

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—¿Me lo estás diciendo en serio? —pregunto, desde mi asiento privilegiado en la primera fila de butacas. 

El aula magna es una bestialidad decorada con lo que parece un Cristo pantocrátor en la pared que da al estrado. Leon, subido al amplio altar, se sienta en el borde y apoya los antebrazos sobre los muslos para mirarme con la ceja alzada.

—¿No me crees?

—No eres la clase de hombre que me pueda imaginar haciendo un graffiti para una chica que no le hace ningún caso... Oh, espera, creo que me suena eso de insistir hasta conseguir lo que quieres —ironizo, cruzándome de brazos. Él baja de un salto, con esa sonrisa tan extraña suya, como si llorase en otro idioma y tuviera que cubrirse con falsas alegrías—. ¿Y qué pusiste exactamente? ¿Dónde? ¿Conseguiste algo?

—Ven, te lo enseñaré. Y no es el único graffiti que hice... Te sorprendería saber la de rincones en los que sigue grabada mi esencia. Era el macarra del curso.

—¿Tenías amigos? 

—Esa no ha sido una pregunta muy elegante, Lola Bunny. Debe ser ese gorro tuyo, que te acentúa la vena perversa...

—Ha sido sin maldad —me defiendo, aceptando la mano que me tiende—. La gente rica causa recelo en la plebe, sobre todo entre los grupos de estudiantes. Son el colectivo más desfavorecido, ¿sabes? No tienen un duro. Espera, espera, tengo una idea: ¿los sobornabas para salir contigo?

—¿Sería sorprendente que me los hubiera ganado con mi encanto?

En absoluto, pero no voy a hacerle un cumplido gratuito. Ser amable no es ningún reto para mí; bailarle el agua a la gente reiterando algo que ya saben, no me gusta tanto. Y es una increíble pérdida de tiempo.

—Se me daban bien los estudios, así que me pedían ayuda para los exámenes. Durante mi época de estudiante me distancié bastante de mi familia. Vivía solo, con el dinero que gané trabajando en una ferretería. Aunque ahora que lo dices, el hijo del ferretero sí se reía bastante de mí por haberme buscado un empleo en lugar de vivir del cuento. Nada grave. Me lo acabé metiendo en el bolsillo, como a todos. Y tanto, que ahora lo tengo trabajando para mí.

—¿Es Axel? —Él asintió—. ¿Cómo pasó de ferretero a entrenador personal?

—En realidad es fisioterapeuta, y también licenciado en terapia ocupacional. Se especializó en rehabilitación. Es una verdadera máquina. Y también es entrenador personal, claro —añade rápidamente, al ver que abro la boca para preguntar justo por eso.

No sé si la estáis viendo, pero el diminuto chip que Lana ha insertado en mi cráneo con su forma y aspecto está tomando notas apresuradamente.

—¿Por qué volviste a la vida del lujo, entonces? ¿Vender tornillos fue una experiencia traumática?

—No, pero siempre supe que heredaría el negocio y no me parecía mal, así que aprendí todo lo que tenía que aprender para llevarlo en condiciones, gané algunas lecciones para el día a día, y recuperé mi lugar. Podría haber trabajado en otra cosa; mi padre nunca me habría obligado a tomar sus responsabilidades. Pero me gustaba la idea de manejar esto, de ser el dueño de una «torre de Babel» más en el planeta: un sitio que propicia el encuentro de todas las culturas.

—Haces una aventura fantástica de ser el propietario de un hotel —señalo, divertida—. ¿Ese lado poético de dónde te viene?

Él se encoge de hombros, sin dejar de caminar, mientras yo me calo el gorro de lana en un ademán nervioso. 

Por otro lado... Esto es extraño, ¿de acuerdo? Es muy extraño. No solo os lo parece a vosotros. Voy hacia quién sabe dónde de la mano de un hombre al que hace dos meses no conocía, y con quien realmente no he tratado demasiado... Cuando siempre he tenido muy presente que no habría ningún masculino más. Lo que no quiere decir que la experiencia sea desagradable o me sienta incómoda; es solo... muy raro.

Cuatro veces tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora