C A P Í T U L O T R E I N T A Y C I N C O

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No me lo terminé de creer hasta que no me presenté en la habitación de Lana y comprobé por mí misma que tenía un parche en cada uno de los ojos. Y ni por esas llegué a asimilar lo que podría conllevar, algo que sin duda refleja la clase de médico que estoy hecha. Sí, ya, no estudié medicina sino biomedicina, pero a efectos prácticos es deprimente que no sepa encajar un diagnóstico cuando llevo diez años laborando como científica racional.

El problema es que se trata de mi amiga, y que mientras estuvo inconsciente no hubo problema, pero cuando despertó y se dio cuenta de que no volvería a ver sus desfiles de moda preferidos, no podría cuchichear sobre el trasero de los tipos que se le ponían por delante y ya ni hablar de trabajar como mi ayudante, todo cambió. Y cuando digo todo, no me refiero solo a su vida, sino a quienes estábamos y seguimos estando a su alrededor.

En realidad es una gran tontería hablar de desfiles y retaguardias masculinas cuando el problema va mucho más allá, y ni siquiera ella es tan superficial para lamentarse de minucias, pero es lo que prefiero pensar para no caer en depresión. No sería justo que nos viniéramos abajo con ella cuando necesita que seamos fuertes en su nombre, cuando le hace falta que le echen una mano y le suban el ánimo. Así que utilizo este tonto placebo mientras ella se repone y va asumiendo poco a poco que su vida va a cambiar.

Han pasado ya unas cuantas semanas desde el accidente. Me dieron el alta tres días después de despertar y encontrarme el pastel, aunque lógicamente he estado yendo y viniendo para no dejar sola a Lana ni un momento. Entre intentos de conversación por mi parte y mugidos de la suya, cafés dejados en la mesilla en completo silencio y unas cuantas lágrimas contagiadas al ver que se deshacía en llantos inconsolables cuando pensaba que estaba sola, ha pasado más de un mes.

Neumann sabe de mi situación: tal y como Lana pidió, hemos respetado el secreto de su paradero y he utilizado como escudo mi propio accidente. Me puedo imaginar lo que pasará si descubre que estoy mintiendo —y esta vez, el señor Dresner no se saldrá con la suya protegiéndome, estoy segura—, pero sinceramente, me importa mucho más el estado de ánimo de Lana después de perder la visión y su recuperación que un trabajo. Por muy maravilloso que sea.

Aun así, llevo desde que nos metimos en el taxi para ir a por el hombre que no merece la pena —he decidido empezar a llamarlo así— sin hablar con ella. Y creedme cuando digo que casi un mes y medio sin Lana, se nota. Se nota demasiado.

Por si no os habíais dado cuenta, más que mi ayudante o amiga, es la que le pone el picante a mi vida: una persona que, bien puede no ser la que más quieres en el mundo, y por supuesto que puede no ser tu mejor amiga, pero es absolutamente imprescindible. Hace tanto ruido y te llena tanto, que cuando falta, sufres de manera inevitable. Y sé que es egoísta decir que he sufrido su pasotismo cuando su problema es mil veces mayor, pero mientras lo reserve para mí no habrá guerra, ¿no?

—Tienes que irte, Non —me dice Nina, por décima vez—. Le van a dar el alta en unas semanas, y no está sola. Cuenta conmigo, con Jacques y con Lulú. Tú debes volver a Múnich.

—¿Por qué? Soy mucho más cercana a Lana que Lulú y Jacques...

—Lo sé, pero su colaboración tiene lógica, la tuya no. Ellas viven en París y pueden permitirse venir al hospital todos los días sin pausar su vida, dejar su trabajo y, en general, desvivirse por alguien que lo está pasando mal. Lana se ha quedado ciega, Non, pero no tiene un cáncer terminal —declara, cuadrando los hombros—. He estado hablando con psicólogos, leyendo cosas en Internet y viendo documentales, y es negativo para un paciente que le traten como si estuviera moribundo cuando no es así. Si queremos que recupere su vida... O al menos, que no sienta que la tratamos de un modo distinto y confiamos en su recuperación, tenemos que dejar de darle palmaditas en la espalda.

Cuatro veces tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora