16. Maldita dulzura

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Amaia no fue a recoger a Alejandro a la estación, como le había prometido, porque no le dio tiempo a llegar. Cuando se despertó, era cerca de la una, hora a la que llegaba el tren de Alejandro. Por eso, se limitó a ponerle un mensaje:

"Me acabo de despertar. Estoy ya en el hotel. Te espero aquí, en la habitación 116".

Hablemos de ruina y espina.

Lo de la habitación, por supuesto, no era casual, pero Alejandro tampoco se sorprendió. Ya estaba acostumbrado a que Amaia pidiera siempre habitaciones que acabaran por 15 o 16, las últimas cifras de su número de casting y el de Alfred, respectivamente. Había empezado esa tradición con Alfred, y estaba tan acostumbrada que siempre lo seguía haciendo. A Alejandro le había hecho gracia al principio, y al final también se había acostumbrado. Podría haberle pedido que dejara de hacerlo, pero habría inducido a tensiones en su relación que el actor no veía necesarias.

Hablemos del polvo en la herida.

Amaia se había quedado un rato más en la cama, como solía siempre que podía. Desde aquella fatídica mañana en la que recibió la llamada de Lorenzo, no había dormido bien prácticamente ninguna noche, contando además todas las que había pasado en el hospital. Y hablar con Ángela, como siempre, la había ayudado a sacar todo lo que tenía dentro y se había ido acumulando con el paso de los días. Sin duda, ahora veía las cosas más claras.

Después de escribirle a la madre de Alfred preguntándole qué tal había pasado la noche, se metió en la ducha y se llevó un buen rato bajo el chorro. Al salir se llevó un gran susto, pues Alejandro ya había llegado, pero ella no se lo esperaba. Su novio la recibió con los brazos abiertos y un buen pico. Se notaba que la había echado de menos.

De mi miedo a las alturas. Lo que quieras, pero hablemos.

Amaia se sorprendió al ver la maleta tan grande que traía para solo un fin de semana, pero no se atrevió a preguntar el motivo. A fin de cuentas, no le quedaba más remedio que enterarse tarde o temprano.

De todo menos del tiempo, que se escurre entre los dedos.

-¿Tienes hambre? -le preguntó Alejandro, mientras trataba de ubicarse un poco.

Ante esa pregunta, Amaia fue consciente por primera vez de lo hambrienta que estaba, ya que no había tomado nada desde el mediodía anterior en el hospital, hacía ya casi veinticuatro horas.

Bajaron al restaurante del hotel y pidieron el menú del día, que Amaia devoró rápidamente, como solía. Además, pidió otro plato extra y dos postres. Alejandro, mientras tanto, comía a un ritmo normal y la ponía al día de algunas novedades de Madrid, de su actual obra de teatro y otros asuntos sin importancia. Sabía que Amaia no le estaba prestando mucha atención, pero tampoco le importaba. En realidad, eso no era nuevo, sino que formaba parte del proceder habitual de su novia.

Maldita dulzura la tuya.

Después de comer, le preguntó a Amaia qué quería hacer. Esperaba que le respondiera ir al hospital, pero se sorprendió al ver que se encogía de hombros. Ante eso, él le propuso dar una vuelta por el paseo marítimo. Había quedado con unos amigos que tenía en Barcelona para cenar, pero le dijo a Amaia que no le importaba si no le acompañaba. De nuevo, por segunda vez en el mismo día, su sorpresa fue mayúscula al ver que le respondía que sí podía ir con él. A fin de cuentas, Alfred en el hospital seguía igual, sin novedades, y él iba a estar allí solo un fin de semana, así que no le importaba dedicárselo.

Maldita dulzura la tuya.

Alejandro no pudo ocultar su satisfacción, y trató de disfrutar aquellas horas al máximo. Hacía dos semanas que Amaia había centrado todas sus energías y preocupación en otro hombre, un exnovio, para más inri, y probablemente el amor de su vida. Así que él no pensaba desaprovechar aquella oportunidad. Por si acaso, Amaia le preguntó a los padres de Alfred si se apañaban bien sin ella para las noches, pero al ser fin de semana, tenían a algún primo disponible que iba a quedarse con él.

Te presto mi vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora