40. Todo mi amor eres tú

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Amaia abrió los ojos con la claridad de la mañana. Sintió el cuerpo de Alfred al lado del suyo y sonrió. Como siempre, había dormido sobre su pecho.

Como la brisa, tu voz me acaricia y pregunto por ti.

Sin embargo, algo del tacto de las sábanas la hizo sobresaltarse, y cuando levantó la cabeza para mirar a su alrededor, recordó que estaban en un hotel en Olave, el pueblo colindante con Sorauren. Su pueblo era tan pequeño, que ni siquiera tenía hoteles, así que habían elegido aquel, ya que todos no cabían en su casa.

Volvió a reposar la cabeza sobre el pecho de Alfred y lo abrazó con fuerza, disfrutando de los últimos segundos de tranquilidad que le quedaban. Porque, efectivamente, al ratito su móvil empezó a sonar y en él aparecía "Llamando... mamá". Amaia descolgó y la saludó, aún con la voz un poco ronca.

-Amaia, hija. ¿Estás ya vestida? Que va a ir papá a recogerte para traerte en coche. La peluquera llegará en media hora –le explicó una alterada Javiera, como si llevara toda la noche despierta, lo que probablemente sería verdad.

-Sí, mamá. Cuando quiera –le respondió ella, aunque se arrepintió al segundo.

Eso significaba que tendría que correr en cuanto cortara la llamada, y Amaia se quejó internamente de que siempre hablaba antes de pensar. Había cosas que no cambiarían nunca...

Al acabar de hablar con su madre, se volvió a Alfred, que se había despertado con el sonido y la miraba con ojos iluminados. Amaia se aupó y le dio un beso en los labios.

Cuando amanece, tu amor aparece..., y me hace feliz

-Buenos días, mi amor –le susurró.

-Buenoh diah, bebé –le respondió él, devolviéndole el beso.

Sin embargo, después de besarse un rato más y abrazarse con fuerza, Amaia se levantó con un ímprobo esfuerzo. Oía a su madre en el fondo de su conciencia diciéndole que, si no se apresuraba, llegaría tarde... Aunque las novias siempre llegaban tarde. Y si no, que se lo hubieran dicho a su propia hermana el día de su boda.

Amaia se puso lo primero que encontró, que resultó ser la ropa que había llevado el día anterior para comer con la familia, y que había dejado tirada de cualquier manera por el suelo. Se arregló un poco el pelo con las manos, mirándose al espejo de la habitación, pero luego no pudo evitarlo y volvió a lanzarse a la cama, sobre Alfred.

-¿Te quieres levantar ya? –le preguntó, pero él negó con la cabeza-. Claro, ni que te hiciera falta... -añadió, con un poco de enfado. Pero luego lo miró y se le pasó todo. Aquel día no le importaba: quería estar radiante para Alfred-. Bueno, le diré a tus padres antes de salir que estén atentos.

Me conoces bien, y sabes también que nadie te querrá como yo...

Le dio otro beso de despedida, pero esta vez el último que se daban sin ser aún marido y mujer, por lo que intentó prolongarlo todo lo que pudo.

-Te amo –le susurró, justo antes de salir.

-Io másss –le respondió Alfred, llevando una mano a su cintura, para hacerle cosquillas.

Tú me haces sentir deseos de vivir. Junto a ti por siempre, tu amor es mi suerte

Ella se retorció y lo miró, con un dedo en alto, riendo por la s tan pronunciada que le había salido aquella vez. Aún no le encontraba el punto a ese sonido.

Después había salido del cuarto. Su padre llevaba esperándola abajo un rato, pero siempre había tenido más paciencia con las tardanzas y despistes de su hija. A fin de cuentas, Amaia tenía a su hermana y a su madre por delante.

Te presto mi vozDonde viven las historias. Descúbrelo ahora