Una confesión en sueños

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Editado y corregido: 23 de julio de 2018

Capítulo trece — Una confesión en sueños

Fernando

Tras quedarme quieto en medio de la calle de Elisa y ser regañado por un conductor que estuvo a punto de atropellarme, al fin reacciono a mi estado de shock y me aparto hacia la acera por donde camino ahora a paso lento. Aurora... ¿Cómo no he podido caer en ella? Estoy saliendo con alguien, no debería besarme con otras personas –y menos aún con su prima-. No obstante, no me termino de arrepentir por ello. Cuando el día de su cumpleaños lo rechazó, me sentí dolido por aquel acto y una pequeña parte de mi cerebro piensa que el beso de ahora ha sido como cobrarme lo que no se llegó a realizar. Recordándolo, aún puedo revivir las sensaciones que corrían por mi cuerpo: la pasión, la adrenalina en mis venas, el hormigueo en el estómago, la atracción hacia ella que me pedía más... ¡No! Estoy está muy mal. Por muchas emociones agradables que me haya hecho sentir el beso con Elisa, tengo una novia que me gustaría conservar. Madre mía, ni dos semanas juntos y ya me sucedes estas cosas.

Ahora ya no importa, no puedo dar marcha atrás y cambiar mis acciones. Lo único que está en mi mano es impedir que alguien se entere de ello, no me beneficiaría en absoluto. Emprendo el camino de regreso a casa con más rapidez que antes hasta que me detengo en la tienda de alimentación que está en la esquina de mi calle. Mi reflejo en el escaparate me sorprende. Tengo el pelo despeinado, más de lo que debería estar por no haberme peinado esta mañana. ¿Elisa ha pasado sus manos por mi pelo? ¿En qué momento lo ha hecho? No obstante, lo más impactante son mis labios. Están hinchados por el beso incluso me atrevería a decir que con Aurora no llegan a ese grado de hinchazón. Maldición, esto no hay forma de ocultarlo y menos a mis hermanas que no dudarán en deducir dónde he estado y sumar dos más dos. Lo primero es solucionar el pelo, que no tardo en peinar con los dedos. Pero, ¿qué narices hago con mi segundo problema? Una idea viene a mi mente y miro la hora en mi reloj. Puede que al llegar a casa me caiga una bronca de mi madre pero prefiero eso a ser sometido por mis hermanas.

Entro en la tienda y me compro un polo de fresa que voy devorando de camino a casa. No es la mejor solución pero al menos disimula. Al llegar a casa mi madre, como había previsto, ya tiene la comida hecha y servida en la mesa. Yo en cambio estoy con el final del polo entre mis labios y la mirada fulminante de mi madre casi me hace arrepentirme. Casi.

―Por Dios Fernando, ¿cuántas veces te he dicho que nada de picotear antes de comer? ―el golpe que suena cuando posa fuertemente la ensaladera en la mesa consigue sobresaltarme―. Y encima un helado, nada menos.

―Lo siento. Me entró el hambre y no caí en la hora que era.

Mi madre suspira y se marcha a la cocina relatando en voz baja. Segundos después Zaida y Cristina aparecen en el comedor. Sus miradas me fulminan en cuanto me ven pero consigo refugiarme en mi helado a la vez que me escabullo a la cocina. Justo antes de que mi madre salga de la cocina con una fuente de merluza, le doy el último bocado al helado y se la quito de las manos.

―Ya lo llevo yo ―le sonrío a mi madre que me mira alzando una ceja, incrédula―. Es lo menos que puedo hacer por lo del helado.

Lo veo en su mirada. Mi madre sigue pensando que hay gato encerrado pero no puede negarse a mi ayuda con lo cual me deja ir con la comida. En el comedor ya están mis hermanas sentadas en sus sitios y sin quitarme la vista de encima. Milagrosamente, consigo evitarlas durante toda la comida y aprovechándome de que les toca a ellas recoger la mesa, me escabullo a mi cuarto. Lo que no he tomado en cuenta es la rapidez que tienen mis hermanas para hacer cualquier actividad si hay intereses de por medio y en menos de cinco minutos, mi puerta ya se ha abierto.

Una sonata para tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora