2. EL VIAJE

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Ya habían pasado los tres días, había recibido el correo del Ministerio, tal y como dijo la mujer de blanco, y mi tren partía a las 10 de la mañana. En el correo también se me informaba que mi marido estaría esperándome en la estación de Sants. Además me adjuntaron una fotografía y una larga lista de normas de comportamiento, tanto en casa como fuera de ella.

Tenía que admitir que el chico me parecía perfecto en la fotografía, demasiado para ser real, a las mujeres normales no les solía salir bien el contrato. Se llamaba Alfred García Castillo, tenía 24 años, tenía el pelo moreno y lo llevaba un poco despeinado, además podía ver el brillo de sus ojos casi negros incluso a través de un trozo de papel.

"Es un maltratador, de los que te atan en la cama y te violan hasta que te desgarras la garganta con los gritos de dolor", pensé.

A mi hermana, Ángela, a la que no veía en persona desde hacía años, es decir, desde que tuvo que cumplir su contrato, le había tocado un señor mayor de Madrid, de unos 40 años, al cual le gustaba jugar al póker y fumar puros caros. Ángela vivía en una casa bonita, en el centro, podía permitirse todos los lujos que quisiera, incluso tenía servicio doméstico, pero lo que poca gente sabía era que en lo que más dinero se gastaba era en maquillaje para tapar las marcas que le dejaba su marido cada vez que perdía una partida.

Suspiré y empecé a bajar las escaleras, historias como la de mi hermana podría contarlas a cientos. Cuando llegué a la planta baja me acerqué a mi piano, pasé mi mano suavemente por las teclas y derramé la primera lágrima. Él era lo único que me había dado paz absoluta en toda mi vida, lo que había llenado mis días de música y de esperanza. Esperanza, que palabra tan lejana ahora mismo.

Mi padre se asomó por la puerta del comedor y me dijo que ya estaba la maleta en el coche. Le dediqué una última mirada a mi piano y me prometí a mi misma que sería fuerte, que no me verían llorar.

Una vez en el tren me encontré más sola que nunca, sin nadie a quien acudir, rodeada de extraños y extrañas que iban cavilando sus propios problemas.

Fijé mi vista en el paisaje que se difuminaba rápidamente a través de la ventana y no pude evitar pensar en cómo había llegado hasta este tren.

Hace ya años, no recuerdo bien cuantos, la población en España empezó a disminuir de manera alarmante, tanto las mujeres como los hombres dejaron de ser fértiles y cada vez había más tensión en las calles, ya que si no habían nacimientos la rueda paraba.

Decretaron un estado de emergencia y se puso al frente del gobierno un señor, o más bien un monstruo, que tenía las ideas muy claras sobre cómo solucionar semejante crisis. Obviamente, las que acabamos saliendo perjudicadas fuimos las mismas de siempre, las mujeres.

Frenaron cualquier tipo de reivindicación, cortaron nuestras alas y domesticaron nuestras almas como si fuésemos simples máquinas de cría.

Se creó un Ministerio de Fertilidad que decretó que toda mujer, a la edad de 21 años, debía casarse con un hombre que le sería asignado por compatibilidad genética.

Los hombres no se veían forzados a entregar su vida y su libertad a tan temprana edad, se casaban cuando el sistema les encontraba una pareja compatible. Ellos eran los dueños de todo, tenían poder completo sobre nosotras y mientras no afectara a nuestra capacidad de traer hijos al mundo, podían hacer con nosotras lo que les diera la gana.

Los matrimonios por amor ya no existían, el amor en general ya no era una realidad para nadie porque de poco servía entregar tu corazón a alguien al que acabarías dejando atrás.

Además, el Ministerio obligaba a concebir dentro de los dos primeros años de contrato, de momento no conocía a nadie que hubiese incumplido este término pero no quería ni imaginar las consecuencias que esta desobeciencia podía conllevar.

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