6. A GLANCE. A TOUCH.

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Poco a poco nos fuimos separando y Alfred pasó sus pulgares por debajo de mis ojos para eliminar cualquier rastro de lágrimas.

- Ahora que está todo aclarado, señorita, le he traído el desayuno. Como no sé qué te gusta he hecho tostadas y te he traído mermelada, mantequilla y aceite. Tú eliges. A bueno, y café, con la leche aparte.

Sonrió dejándome ver todos sus dientes, me fijé en cómo se le achinaban los ojos al hacerlo y me provocó una ternura increíble. Aún así, no estaba del todo tranquila.

- ¿No se supone que hacer el desayuno es mi trabajo?

- Yo creo que puede ser trabajo de los dos, nos vamos turnando, ¿Qué te parece?

- Un sueño. - Respondí sincera y sin pensar. Instantáneamente me puse roja como un tomate y bajé la mirada, no me podía creer lo que acababa de decir.

Alfred soltó una carcajada y se acomodó a mi lado en la cama.

- Ayer te dormiste viendo la tele. Te traje hasta la habitación y te metí en la cama pero yo me quedé en el sofá porque no sabía si te molestaría que me quedase aquí.

Le miré atónita, así había llegado hasta aquí, y además él me había respetado lo suficiente como para irse a dormir al salón.

- No tendrías que haberte ido, es tu cama.

- Ahora es nuestra cama y tienes tanto derecho sobre ella como yo. - Comentó sonriendo tímidamente.

- Pues creo que la podemos compartir, ¿no?

Alfred se acercó y posó sus labios sobre mi mejilla para acto seguido darme el beso más suave y tierno que me habían dado en toda la vida. Me llevé la mano hasta ese punto de la cara que me cosquilleaba y le miré con la boca abierta.

- Lo siento, ¿te ha molestado?

- No, no, para nada. - Le miré unos segundos y me armé de valor. - ¿Puedo probar yo?

Tenía sus ojos relucientes fijados en los míos, y no me hizo falta una contestación verbal a mi pregunta, porque sabía cuál sería la respuesta.

Me acerque lentamente hasta su mejilla y la rocé con mis labios. Estaba suave y caliente, olía a limpio, a piel, a Alfred. Finalmente le besé y noté como se le erizaba la piel de los brazos, y no era el único que había tenido esa reacción.

Me aparté y nos quedamos mirando a los ojos con incertidumbre, con ganas de más. ¿Qué estaba pasando? ¿Y el infierno que me iba a encontrar en Barcelona? ¿Y los grilletes?

Desayunamos en silencio, pero no era incomodo, era de esos que necesitas cuando las emociones son demasiadas para expresarlas con palabras, cuando cualquier sonido puede arruinar la calma del momento.

- Oye Amaia, aún no te he enseñado la casa. Bueno, en realidad lo has visto casi todo, pero me gustaría enseñarte la habitación en la que paso más tiempo cuando estoy en casa.

Nos levantamos y me cogió de la mano para llevarme hasta la puerta de enfrente del dormitorio, sonreí al notar como entrelazaba sus dedos con los míos y comprobar que no me soltaba la mano a pesar de haber llegado a nuestro destino.

Abrió la puerta y lo que vi me dejó paralizada. Me esperaba un despacho, un gimnasio... cualquier cosa menos esa. Tal fue mi sorpresa que tuvo que tirar de mi mano para que cruzase la puerta, no podía moverme, apenas podía respirar. Mi mirada estaba fija en el precioso piano de cola que había en el centro de la habitación, no podía dejar de mirarlo.

- ¿No tengo pinta de músico? - Preguntó Alfred en tono burlón. Respire profundo un par de veces y contesté.

- No es eso. Después de dejar mi viejo piano en Pamplona no esperé volver a ver ninguno de tan cerca.

- ¿Tocas el piano? ¿Eres pianista? - Me reí de forma amarga, irónica.

- Las mujeres no tenemos permitido ser nada, mucho menos pianistas. Aunque llevo tocando el piano desde pequeña, aprendí sola, fue el único amigo de verdad que tuve mientras crecía, mi única compañía incondicional.

Me acerqué al piano y acaricié sus teclas, era perfecto y estaba segura que sonaba fantástico.

- ¿Quieres tocarlo ahora?

- ¿Puedo? - Creo que nunca había pronunciado una palabra con tanta ilusión como esa.

- Por supuesto, todo tuyo.

Alfred se sentó en una silla mirándome y yo me acomodé en la banqueta del piano, volví a acariciar sus teclas antes de cerrar los ojos y perderme entre notas. La música fluía sola, no tenía una obra en mente, simplemente presionaba las teclas que sabía que sonarían de la forma perfecta para aquel momento.

Cuando volví a abrir los ojos y miré a Alfred lo primero que vi fue lo intensa que era su mirada, el fuego que había en ella. No hacía falta que me dijese nada, le había gustado lo que había tocado. Y a mí no había nada que me hiciese más feliz en ese momento.

Se levantó lentamente y caminó hacia mí, hasta quedar arrodillado a mi lado. Me agarró de las manos y me empezó a hablar casi en susurros.

- Amaia, eres perfecta. Empiezo a pensar que lo que nos ha unido ha sido el destino y no una estúpida máquina.

Llevé una mano hasta su pelo despeinado y le acaricié, era hermoso, tanto por fuera como por dentro, porque a pesar de no conocerle aún y de los resquicios de duda que quedaban en mí, sabía que alguien como él no podía ser mala persona, mi intuición me lo decía.

- ¿Quieres tocar tu algo? - Le pregunté en voz baja, como la que había usado él conmigo, como si alzando más la voz se fuese a romper la magia del momento.

- ¿Por qué no tocamos algo juntos?

Se sentó a mi lado en la banqueta y en ese momento solo me venía una melodía a la cabeza, una canción que había escuchado hacía ya tantos años.

- Sabes, cuando era pequeña siempre me escondía detrás del sofá cuando mi madre veía la tele. Muchas noches se ponía una película que la ponía nostálgica y la hacía llorar. Entonces yo no entendía porque la seguía viendo o porque lloraba con esa película. Con los años descubrí el porqué...

- ¿Por qué?

- Porque era una película que hablaba sobre los sueños.

Alfred me miró sorprendido y empezó a tocar esas notas que yo recordaba tan bien de los días de mi infancia.

Le miré ensimismada, incrédula. Y sonreí, sonreí como no había sonreído nunca, tanto que creí que se me tatuaría de forma permanente en la cara.

Tocamos y cantamos esa canción los dos juntos, City of Stars, fue mágico, nunca había sentido esa complicidad con nadie. Nunca había encontrado a alguien que entendiera mi amor por la música y podía afirmar que Alfred lo sentía, por la forma en la que paseaba sus dedos por las teclas del piano, por como movía su cabeza al ritmo de la música, por como cerraba los ojos para sentir las notas y por cómo me miraba a mí cada vez que cantaba.

Al finalizar la canción, Alfred me apartó un mechón de pelo de la cara y me preguntó algo que nunca había esperado escuchar de los labios de un hombre y mucho menos de un marido.

- ¿Cuáles son tus sueños, Amaia?

- En realidad nunca me he permitido tener sueños, nací sabiendo que se esperaba de mí. Pero si pudiese hacer algo en esta vida, lo que de verdad me apasiona es la música. - No pude más que contestar con sinceridad a la pregunta.

- Entonces vístete, porque te voy a llevar a un sitio que creo que te va a encantar.


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Este capítulo es bastante largo. ¡Espero que lo disfrutéis! GRACIAS

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