| Capítulo 19 |

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El agua se escurre con tibieza por las curvas de mis hombros, deslizándose por el descenso de mi espalda y humedeciendo todavía más mi torso mientras me concede una sensación de cálido cosquilleo

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El agua se escurre con tibieza por las curvas de mis hombros, deslizándose por el descenso de mi espalda y humedeciendo todavía más mi torso mientras me concede una sensación de cálido cosquilleo.

El torrente que se desprende del grifo también se resbala placenteramente desde mi pelo enredado, pasando por mis sienes y pómulos hasta caer en picada por mi cuello y recorrer como caricias mi mandíbula. Todo mi cuerpo acoge la calidez de sus hilos de agua como un infalible estímulo para destensarme los músculos y relajar cada una de las fibras.

Permanezco así durante unos minutos hasta sentir que el bombardeo de agua caliente ya ha hecho su efecto vitalizante en mí.

Despliego las cortinas de la bañera y alargo la mano hasta tomar la toalla doblada que está sobre la tapa del váter. La hago envolverse alrededor de mi pelvis y salgo de la ducha.

Mis pies van dejando humedad en las baldosas cuando me dirijo hacia el armario. Antes de llegar, agarro otra toalla del perchero y la estrujo sobre mi rostro hasta dejar de sentir las pestañas aguosas y como las gotas de agua dejan de escurrirse desde mis mechones.

No me tardo más de quince de minutos en elegirme la ropa y embutírmelas. Unos pantalones negros deportivos y una camiseta blanca que consigue ajustárseme ceñidamente a los brazos. De frente en el espejo, me aliso el pelo castaño hacia atrás, aún mojado, y enseguida lo oculto bajo mi boina gris, un elemento que ya considero parte esencial de mí, de mi indumentaria diaria, un suplemento básico en mi imagen.

Apago el interruptor de mi habitación antes de trancar la puerta y enfilar mis pasos a través del estrecho pasillo que me conduce hasta el gran salón donde se encuentran distribuidas las demás estancias de mi personalizado hogar.

Es la tarde del primer día de noviembre. Un mes que con su mera entrada auspicia la aclamada víspera de la Navidad. Desde ya empieza a arraigarse la emoción.

Esta es la hora precisa en que suelo tomar mi lienzo e instalarme cerca de la tercera de las cuatro fuentes que adornan el Oest, pintando con las piernas flexionadas en el suelo debajo la sombra de un almendro, entreteniendo mis dedos en el adiestramiento de mis pinceles.

Sin embargo, aunque hace algunos días fui a la tienda a renovar mis pinturas, no me advertí de mi reducida cantidad de lienzos. Hoy me he percatado de mi carencia de ellos para crear mis pinturas.

Pero este inconveniente no consigue frenarme la decisión de aventurarme en el parque de todas formas. Igual puedo tomar como alternativa pasear por sus laberintos y deleitarme con su entorno.

Con suerte podría encontrarme con ella.

Con esa cálida sonrisa que se ha entrometido placenteramente en el trascurso de mis últimos días. Con esos ojos celestes que se asemejan tanto al matiz celestial. Con ese encantador imprevisto con nombre y apellido que de pronto se ha introducido de forma gratificante en mi cotidianidad.

Una Limitada Vida Sin Límites © [✅]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora