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La camiseta morada de mi padre me queda demasiado grande

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La camiseta morada de mi padre me queda demasiado grande. Llega hasta debajo de mis muslos cubriendo gran parte de mis pantalones de mezclilla ajustados. La prenda desprende su familiar aroma, lo que me hace sentir protegida y segura. Eso provoca que sonría a pesar de todavía poder escuchar sus palabras en mi mente. Palabras que clavan miles de puñales en las pequeñas grietas de mi corazón que tratan de agarrarse para no volverse a romper.

Coloco mis rodillas en mi pecho. Las abrazo para apoyar mi barbilla y trato de olvidar cada una de las hirientes palabras que él dijo en mi cara. No hubo ningún rastro de mentira en sus ojos, ni siquiera arrepentimiento. Todas sus oraciones fueron verdades las cuales no quise admitir hasta que salieron de su dolorosa boca, la cual es una pistola dispuesta a disparar sus más letales balas.

Me aborrezco a mí misma por darle esa satisfacción. No debería importarme en lo más mínimo lo que él piense sobre mí. No tendría por qué sentir algo por alguien que no hizo más que jugar con mis emociones con tal de solo ver cuánto dolor estaba dispuesta a aguantar por querer a alguien. Es despreciable e inaceptable intentar justificarlo.

Suspiro mientras aprecio a mi padre por el rabillo del ojo, y sus labios suben en una sonrisa mientras me observa mirar el paisaje a través de la ventana de su camioneta. A pesar de no tener muchas ganas de salir, mamá me advirtió que mi progenitor no aceptaría una respuesta negativa, por lo que no me queda de otra más que darle el gusto de salir a su lado a dónde sea que nos esté llevando para pasar el resto del día.

El silencio en el auto no es incómodo, al contrario, es relajador. Papá suele ser una persona muy habladora, pero cuando está callado, también puede ser encantador ya que aprecias otro lado de él. Toma mi mano entre la suya, con la otra aferrada a el volante, y deposita un beso en el dorso. Siempre ha hecho la misma técnica cuando quiere empezar a hablar, pero no puedo evitar sonreír pensando en que me da mi propio espacio.

Mi mano libre sube a mi cuello en un propósito de cubrir la mancha rosada en él. He tratado mi mejor esfuerzo con ayuda del maquillaje, pero todavía es algo visible. Solo espero que mi padre no esté prestando tanta atención a mi rostro, porque se llevará con el más terrible de los regalos.

—¿Encantada de pasar un rato con tu viejo? —pregunta.

Papá es quien ha sido encargado de darme sus grandes ojos grises, y aventurera personalidad. Además de darme el segundo idioma que hablo —el cual es el español —es esa clase de padre que no encuentras así de fácil. La mayoría de padres son demasiado protectores. No te permiten ir a muchas cosas por miedo de que te suceda algo. Pero, mi padre es lo opuesto a ello; sí, se preocupa hasta los huesos como cualquiera, pero me permite ir detrás de lo que quiero.

Fue él quien encendió mi espíritu de rebeldía con tan solo cinco años al llevarme a mi primera protesta de derechos. Me compró un algodón de azúcar y me colocó sobre sus hombros para caminar al lado de las demás personas que tenían largos carteles, quienes peleaban por sus derechos contra el gobierno. Recuerdo terminar gritando como él, pidiendo justicia para los derechos de los inmigrantes. Me gané varias miradas contentas de miles de desconocidos. Hasta el día de hoy tengo la pulsera hecha a mano que me compró en uno de los estantes.

Pasando Límites ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora