Prólogo.

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Narrador omnisciente

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Narrador omnisciente.

Veintidós años antes...

Jeannette estaba nerviosa. Muy, muy nerviosa. Ella había visto a su mamá pasar unas terribles horas en la habitación mientras el bebé se preparaba para nacer. No quería verla más en ese estado, pues la pobre se había pasado las últimas horas llorando del terrible dolor que sufría. Resoplaba y resoplaba, mientras se agarraba de los bordes de la cama. Ella se levantaba y agarraba su mano, mientras se fijaba en como los ojos verdes de su madre la enfocaban.

—Mami, eres muy fuerte —y con esas palabras, lograba que una sonrisa se dibujara en la boca de Mila.

Ahora la pequeña de apenas cinco años agarraba un mechón de su pelo castaño, el cual era ondulado. Sus ojitos verdes lo observaban al recordar las palabras de su madre unos días atrás;

—Jeannette, tu pelo es igual que el mío. Eres como yo, pero en pequeña —siempre le cogía el rostro, mirándola de cerca. Eran pocas las situaciones en las que su madre le brindaba atención, solo cuando no había bebido ni una gota y además estaba de buen humor. Por suerte, durante el embarazo de su hermanito, ella se cuidó y prometió a Jeannette que todo a partir de ahí iría mejor. Incluso León ya no aparecía tanto por allí—. Eres hermosa cariño, ¿sabes que te quiero verdad? —le preguntaba, mientras la niña asentía y sonreía, mostrando los enormes ojos verdes que había heredado. Realmente le preocupaba que su hija pensara que ella no la amaba, aunque sabía que por sus actos muchas veces se lo había hecho creer. La quería, de verdad que lo hacía. Ahora más que nunca quería demostrárselo, y tendría otro motivo cuando su segundo bebé llegara al mundo.

—Lo sé mami —le respondió esta, mientras apuntaba con una linterna vientre de su madre. Cerró un ojo, como guiñándolo. Pensaba que quizás, a trasluz, podría ver como sería su nuevo hermanito. Pero hizo un puchero al ver que no podía verle.

—No te preocupes Jean, lo verás dentro de poco —le contestó Mila, acariciando su barriga. Estaba sorprendida, desde que ella se había enterado de que estaba embarazada se había mantenido completamente sobria. No había consumido nada de drogas ni alcohol, cosa que la hizo sentirse orgullosa de si misma. Quizá era verdad y se había rehabilitado.

Ahora, ese "dentro de poco" se había convertido en "dentro de un instante", pues la mirada de Jeannette fue directa a la puerta en la que reinaba el cartel "Paritorio". De allí, una camilla salió empujada por una enfermera, quien sonreía. Su madre estaba posada sobre ella, con una mantita en los brazos la cual se movía. Su corazón comenzó a latir rápidamente, ¿estaba ahí dentro su hermanito?

—Jeannette, ven. Vamos a llevar a mamá a la habitación —le dijo la enfermera sonriendo a la niña. Con sus pequeños piececitos, Jeannette echó a andar tras ambas, subiéndose en el ascensor con ella pero sin llegar a ver ni oír a su hermano. La camilla estaba a demasiada altura como para que ella pudiera ver alguna cosa y el bebé estaba calmado en el pecho de su madre.

Al llegar a la habitación, la enfermera posicionó bien la cama y le acercó la pequeña cuna a Mila, para que depositara el bebé allí si lo deseaba. Ella negó con la cabeza en respuesta, pues quería disfrutar un poco más de tener a su hijo pequeño en brazos.

Jeannette no se lo pensó mucho más cuando por fin aquella mujer abandonó la habitación, se acercó a su madre y trepó la camilla hasta llegar a uno de los lados. Mila le hizo hueco, mientras que la pequeña de cabellos chocolates colocaba su cabeza sobre el hombro de su madre. Fue ahí cuando lo vio, a él, a su pequeño hermanito.

—¿Has visto Jeannette? —exclamó su madre. Con un dedo quitó un trocito de manta que tapaba el rostro del niño, quien se retorcía en sus brazos— Es él, tu hermanito.

—Tiene unos mofletes gigantes. Y es rosa —exclamó la niña, mirando los ojos verdes de su madre. Esta rio ante la invención de la niña, pero tenía razón.

—¿Sabes que tiene el pelo rizado? —le dijo Mila, destapando un poco el gorrito que llevaba puesto el bebé, mostrándole el cabello a su hija. La chiquilla siempre había deseado que su hermano tuviera el pelo rizado, para así poder hundir sus deditos en él.

Jeannette sonrío, sentía que su hermano era una cosita preciosa. Nerviosa, llevo una de sus manos a la del bebé. Sintió su piel suave mientras que él emitía un sonidito que la hizo reír.

Experimentó algo que jamás había sentido: un instinto de protección. Jeannette había pasado muchos años teniendo que protegerse completamente sola y eso no era agradable para ningún niño. Los gritos, los llantos, León y las amenazas... eran parte de su vida. Ver a ese bebé, tan pequeño, obligado prácticamente a vivir lo mismo que ella simplemente la aterró. No podía.

Recordaba como un día, cuando su mami le dijo que iba a tener un bebé, como le había tirado una lámpara de cerámica a León en la cara. Lo hizo porque ese estúpido quiso pegar a su madre.

Él, en forma de castigo, se encerró con Jeannette en el baño. Mientras su mamá golpeaba la puerta con toda la fuerza que podía, León llenó la bañera con agua caliente. Y hundió diez veces la cabeza de Jeannette en ella, causándole quemaduras y dejándola inconsciente varias veces para después volver a inundar su cabeza. Fue un milagro que no le quedaran marcas en la cara, pero sí tuvo que estar bastante tiempo colocándose un ungüento en la cara que le escocía como mil demonios.

Así que dentro de ella se despertó la protección, esa que le decía que no podía permitir que nada le pasara a aquella cosa rosa que se agitaba y lloriqueaba, pero que le parecía el bebé más bonito y mofletudo que nunca había visto. La pequeña Jeannette no podía permitir que a su hermanito le ocurriera nada. No. A ella podía pasarle todo, pero a él no.

—¿Ya has decidido su nombre? —le preguntó Mila a la niña, acariciando los mechones de pelo de su hija. Verla tan feliz le llenaba de alegría.

—Sí mami, ya lo tengo —musitó. Después alzó su mano hasta la mejilla del bebé, quien abrió los ojos. Jeannette aguantó el aire al ver su color gris, tan hermoso que le faltó el aire. Después, con muchísimo cuidado, le dio un besito en la mejilla—. Él es Héctor —exclamó, mirándole. Su madre asintió, dándole el visto bueno al nombre—. Te voy a proteger de todo, no te preocupes. Te quiero Héctor. —susurró en la orejita del niño, para que Mila no lo escuchara. Pero obviamente, lo oyó. Y su corazón no pudo estar más orgulloso de la niña que tenía por hija.

Peligrosa ilusión (2ª Bilogía "Novelas peligrosas")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora