DOCE DE OCTUBRE

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Era el noveno día de lluvias en la ciudad. Al parecer el paso de una vaguada, aunada a la influencia de un huracán en el Caribe, habían colaborado para que dicho fenómeno meteorológico rompiera todos los records de precipitaciones registradas durante los últimos cien años.

Para ese momento, zonas al sur y oriente del país estaban anegadas por el agua. Noticias de ríos desbordados, puentes caídos y árboles derribados llenaban los noticieros locales. Los habitantes de algunas comunidades en los alrededores de la urbe habían sido desalojados por los cuerpos de socorro y el gobierno; y vivían o malvivían en albergues temporales instalados en gimnasios y estadios. Las actividades escolares estaban suspendidas hasta nuevo aviso. Los embotellamientos y accidentes de tránsito eran la norma a toda hora del día.

Pero esa tarde, el cielo empezó a despejarse. Al occidente de la capital cerca de una colonia llamada "Sierravista", se ubicaba un pequeño parque al que toda persona, de forma errónea, lo nombraba con el nombre antes mencionado. Pero en verdad, y de forma oficial, se llamaba "Paseo doce de octubre".

El sitio abarcaba más de una manzana, y era uno de los pulmones con los que contaba aquel distrito. Un espacio arbolado disponible para el deporte y la relajación. En uno de sus extremos había una barranca, que para ese momento se había convertido en un torrente imparable que desalojaba el agua de las montañas hacia las zonas bajas de la ciudad.

El parque tenía tres niveles bien definidos: la parte superior que colindaba con la calle "Sierravista" y por lo tanto con la referida colonia, en él se ubicaba una estructura techada que se ocupaba como salón de usos varios o área de reuniones. Además la zona era presidida por una estatua estilizada de un crucifijo que asemejaba una rama extraña.

En la parte media había dos canchas de basquetbol. Y en la parte inferior un campo de futbol que en el pasado estuvo cubierto de hierba, pero en la actualidad dejaba ver al centro, una superficie pelada, tan estéril como un desierto. Una acequia rodeaba a la explanada, y debido a las gestiones de la Junta vecinal del barrio adyacente, una serie de planchas de concreto cubrían aquella canaleta.

Debido a las lluvias el trabajo estaba interrumpido, así que la zanja sólo estaba cubierta parcialmente. Y toda la propiedad era rodeada por un pequeño camino asfaltado que servía de pista de atletismo. Todo el perímetro podía recorrerse durante nueve minutos de caminata.

Esa tarde los primeros en llegar fueron un grupo de muchachos que en su mayoría vivían en un arrabal llamado San Patricio. Los jóvenes estaban hartos de estar encerrados en su casa, así que al terminar las lluvias acudieron a su lugar de reunión habitual. Entre las canchas de futbol y basquetbol había un talud donde tres gigantescos almendros de río habían dotado al sitio de un lugar de sombra y asientos cómodos debido a sus raíces nudosas. Uno a uno fueron llegando los chicos. Los primeros colocaron páginas de periódico para sentarse mientras esperaban al resto de sus compañeros.

Todos iban ataviados con chaquetas debido al frio. Se veían unos a otros con expresión cansina. Aguardaban. Cuando arribó el más alto de todos, el ambiente cambió. El recién llegado tenía una mochila café de dónde sacó una biblia y una bolsa plástica. Todos se acercaron y arrancando las páginas de aquel libro sagrado empezaron a distribuir el contenido vegetal del saco, entre todos. Poco a poco fueron liando los primeros paquetitos y un encendedor apareció de la nada.

Al cabo de un rato la charla se volvió animada. Al término de una hora ya era una tertulia que estaba compuesta por diez jóvenes. La música del rapero Marshall Bruce Mathers III sonaba a todo volumen, y todos parecían existir en un estado similar al Nirvana.

Uno de ellos lucía inquieto, ya que observaba la calle con demasiada frecuencia a la espera de problemas o quizá sólo era víctima de la paranoia inducida por el cannabis.

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