DOCE

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James se interpuso entre Ian y ella, recibiendo los golpes sin quejarse ni defenderse.

—¡Ian ya basta!—gritó ella entre lágrimas. Más allá, los cuerpos destrozados de sus padres seguían salpicando sangre.

Notó que James le sonreía y su boca comenzaba a llenarse de un líquido carmesí.

—Recuerda esto hermanita.—le dijo y se volteó; con un cuchillo en mano, ella lo vio de pie, estático. Ian seguía golpeándolo mientras reía a carcajadas y, de repente, silencio. Las risas callaron, y James cayó de rodillas. Ya no llevaba su cuchillo; vio a Ian y notó que ahora el que había quedado estático era él, y que de su lado izquierdo sobresalía el mango del cuchillo.

Ella se acercó a James y lo abrazó mientras caía de espaldas.

—James, ¿estás bien?—las lágrimas aún caían por sus mejillas.

—Estoy bien, ya no llores.—le acarició el rostro.—¿Recuerdas cuando te dije que había descubierto el secreto de nuestro hermanito?—ella asintió frenética.—Pues, ese era: golpea su espalda y quedará fuera de combate.

Sonrió y luego giró a ver a sus padres: sus cuerpos ya no sangraban, ahora eran las paredes las que lo hacían. Las gotas caían hasta el suelo, desde el techo, cubriendo la pintura blanca con tonos de rojo que, poco a poco, iban convirtiéndose en marrones.

—¿Mamá y papá?—preguntó con un nudo en la garganta.

—Ya no están con nosotros.—dijo James, cansado. Se puso de pie con un esfuerzo increíble y la arrastró hacia la puerta.—Sabes que ya no podemos vivir aquí, ¿cierto?

—¿Por qué? Podemos limpiar; mamá me enseñó a limpiar.—James sonrió.

—Porque este ya no es un hogar.—dijo. Ella observó que la sangre ya no salía de su boca; fue la primera en atravesar la puerta, hacia la calle, hacia una nueva vida. James puso un pie fuera y luego se encorvó hacia atrás de una manera brutal.

—¡James! ¡¿Qué te pasa?!—gritó ella.

Una enorme vara de piel y carne atravesaba su pecho, mientras un sonido conocido rompía el silencio de la noche. James ya no se movía, ni pestañeaba: sólo sangraba. Su cuerpo fue lanzado hacia el interior de la casa como si fuera un trapo y, detrás suyo, apareció Ian, furioso.

—¿Por qué hizo eso?—dijo. Ella retrocedió, espantada.—¿Por qué tuvo que arruinar el juego? Estábamos divirtiéndonos tanto.

Ella lo miró con verdadero terror. Ya no era su hermano. Perdido, lo había llamado James, y tenía razón: su hermanito estaba perdido.

—Ya que nadie puede seguir jugando, veo que tendré que hacerlo contigo.—dijo y comenzó a salir de la casa. Presa del miedo, comenzó a correr tan rápido como pudo,

Nunca miró hacia atrás, porque las imágenes la perseguirían por el resto de su vida.

Despertó empapada en sudor y con dolor de cabeza; miró a su alrededor y descubrió que estaba en la enfermería. Para su sorpresa, Tom no estaba allí. Se levantó y salió hacia la escaleras, dirigiéndose, como llevada por una fuerza de atracción, hacia el comedor. Cuando entró, dos rostros conocidos voltearon y le sonrieron.

—¿Qué tal estás?—preguntó Morti mientras apagaba su cigarrillo.

—Algo cansada.

—Esta vez lo has hecho de maravilla.—le dijo. Ella sólo asintió.

Se sentó junto a Jake y se sirvió una taza de café; el chico la ignoraba, como si estuviera ofendido. Morti vio su expresión y se retiró sin decir palabra. Al cabo de unos minutos, Jake habló.

—¿Quién es James?

Kat sabía que debería responder a esa pregunta; tarde o temprano sucedería. Agradeció en silencio haber escuchado eso: significaba que Mortimer había mantenido su promesa y no había guardado el secreto. Le dio unos sorbos a su café antes de responder.

—Era.—él la miró como disculpándose.—James era mi hermano.

—¿Al igual que Ian?

—Así es.

Jake asintió. Ella aguardó a que la próxima pregunta saliera de su boca y, en efecto, lo hizo.

—¿Qué sucedió? ¿Por qué tu hermano es un Perdido?

—Es algo largo de explicar.

—Bueno, Mortimer no has dado el día libre para que vayamos a ver si la sangre del Perdido ayudará a Nathan y a Jennie. Así que tengo tiempo de sobra para oírte.—sonaba molesto y cansado, y Kat quiso salir de allí y no regresar; pero sabía que no podía hacerlo.

—Él era el menor, y James el mayor. Ni James, ni mis padres, ni yo teníamos Progresión, pero Ian sí. Al no saber cómo tratar con eso, mis padres no lo entrenaron, y acabó sucediendo lo peor.—le dio otro sorbo a su café, esta vez largo.—Primero fueron mis padres: aún puedo oír sus gritos.—Jake ablandó su expresión.—Y luego James: él murió por protegerme.—apretó la taza entre sus manos, con fuerza.—Si yo no hubiera sido tan débil él estaría… —dejó la frase por acabar y notó que Jake retiraba la taza de su agarre.

—Lamento haber preguntado.—dijo mirando su taza.—No creí que fuera algo tan… personal. Ahora comprendo por qué Mortimer no me dijo nada.—Kat lo miró aliviada.

Guardaron silencio mientras acababan sus cafés; luego se levantaron y fueron hasta el subsuelo, donde estaban las celdas y calabozos. Morti los esperaba junto a Tom, quien llevaba dos jeringas de veinte mililitros llenas hasta el tope con un líquido anaranjado.

—¿Eso es la cura?—preguntó Jake, señalando las jeringas. Tom asintió.—¿Cómo podemos asegurarnos de que no empeorará las cosas?

—He tomado muestras sanguíneas de ambos y las hice reaccionar con la sangre del Perdido; se han fusionado perfectamente y con el paso de las horas no ha habido aglutinación ni coagulación, por lo que deduzco que funcionará.

Todos asintieron, ansiosos por comprobarlo. Mortimer abrió la celda de Nathan y dejó entrar a Tom, quien, con una velocidad y astucia increíbles, pudo inyectar el líquido en el brazo del chico; luego hizo lo mismo con Jennie.

—Aguardaremos tres horas para liberarlos.

—¿Liberarlos?—preguntaron Jake y Kat al unísono.

—Si no intentan asesinarlos, significa que ha funcionado.—explicó Tom.

—Es fácil decirlo cuando no eres tú a quien quieren matar.—reprochó Jake.

—¿Qué se supone que haremos con el lago?—preguntó Kat. Era un buen punto: no podían ir por la ciudad inyectando a quienes se infectaban; era más fácil acabar con el foco de infección.

—Respecto a eso, —dijo Mortimer y se volteó para ver a Kat directo a los ojos.—la solución es la misma, aunque a mayor escala.

La chica retrocedió unos pasos, espantada.

—Morti, no querrás decir… —el hombre asintió y ella lo contempló unos minutos. Luego respiró hondo, con lágrimas cayendo por su rostro.—Entiendo.—dijo.—Entiendo. Pero seré yo la que lo haga.

—Está atado y controlado en un calabozo.—dijo el hombre.

—¿Cuándo quieres hacerlo?—preguntó ella.

—Hoy por la noche.

ProgresiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora