Prólogo

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"Cuanto más grande es la herida, más privado es el dolor"

Isabel Allende

Propiedad rural en cercanías de Bath, año 1808

Amelia reposaba en su camastro, sudaba de manera profusa y la fiebre no bajaba, se movía inquieta y balbuceaba palabras llamando a su hija mayor, Marianne. La niña se acercó a su cama con los ojos nublados por las lágrimas que anegaban su corazón y se volcaban en su rostro surcándolo. Tomó la mano de su madre que en otros momentos se había visto tan bella y ahora parecía un espejismo ceniciento de la mujer que recordaba, y la apretó lo más fuerte que las suyas pudieron. Amelia miró a su pequeña, los ojos le pesaban y las palabras raspaban su garganta, sabía que su vida se le escapaba y quería que ella no sufriera lo que a ella le había tocado.

—Marie... —susurró muy bajo y ella se acercó a su boca para poder oírle. —Marie... escucha... nunca olvides esto que voy a decirte —la niña asintió atenta a aquellos susurros que sabía que marcarían su vida para siempre. —Nunca, pero nunca te cases por amor... —se apartó levemente para mirar a los ojos de su madre que se habían abierto aún más para marcar con mayor vehemencia la fuerza de aquellas palabras.

Marianne asintió, aunque con sus apenas doce años sintiera que el amor y el matrimonio fueran algo tan lejano y utópico.

Amelia Elliot, hija de Sir Elliot y Lady Georgiana Dixon había renunciado a todo por amor, esa era la historia de su vida, se había enamorado de un hacendado de la región, John Kellet a quién había conocido en algún paseo de temporada en la ciudad de Bath, y desde aquel momento en que el amor brotó y creció en su corazón, así creció su desdicha, su pena y su miseria. Decidida a ignorar los consejos de su madre y padre, a ignorar su prestigiosa educación y preparación para la vida de una gran mujer de la aristocracia, tomó algunas cosas de su vestidor y armó su bolso de viaje para instalarse en la hacienda rural con su amado Kellet, con quién finalmente se casó aún a sabiendas de que su familia jamás perdonaría su agravio y deshonra, al apellido y prestigio familiar. Miró a su amado a los ojos y supo que nada más importaba, cuánto lamentó dejarse guiar por aquel corazón necio que no entendía razones. Poco tiempo después, Kellet desilusionado por el abandono de la parentela de su esposa y su negativa a favorecerlos con tierras o algunas libras, se volcó a la bebida y desatendió su hacienda, que terminó sumida en las deudas, para finalmente perder todo. Amelia tembló ante la realidad que la golpeaba y que había ignorado, miró su vientre y se abrazó a sí misma y a aquel pequeño ser que crecía, lamentando y temiendo haberse equivocado irremediablemente.

Con el tiempo aprendió el manejo de una casa, cocinar con las pocas provisiones que su esposo traía a la casa, con las botellas vacías que cada momento se multiplicaban y con la educación que podía dar a sus hijas de todo lo que ella había aprendido en la escuela de señoritas, todo esto sumida en la miseria más grande.

Su familia ausente para siempre e incapaces de recibirle, aunque ya lo había intentado movida por las presiones de su esposo, siempre había recibido la negativa. Sólo conservaba la amistad secreta de su hermana Amber que cuando podía convencer a su esposo Sir Campbell de Burghley House conseguía algo de dinero que separaba para ayudarle. Mostraba sincero afecto por Marianne y la pequeña Emma a las que visitaba ocasionalmente en la vieja casa y le enviaba juguetes de su hija Anne al igual que sus viejos vestidos. Cuando Amber murió de parto junto a su pequeño bebé, Amelia enfermó más aún de tristeza y de dolor, y al no recibir aquel dinero que tanto necesitaban, Kellet la golpeaba con más frecuencia y temía por sus pequeñas.

Lo que había aprendido a fuerza de golpes y desgracias, era que el amor te nubla el pensamiento y te hace elegir lo incorrecto, para luego diluirse en la vida y sus problemas cotidianos, para terminar desvanecido y dejándonos hundidos en infortunios. Muchas veces recostada en su camastro oliendo el fétido aliento de su esposo borracho, y con la espalda ardiendo por los golpes recibidos, había imaginado una vida mejor, tal vez casándose con algún lord que la respetara, que le proveyera para sus hijas y permaneciera rodeada de los afectos, para luego sentir el ronquido de Kellet y caer en cuenta de que las consecuencias de sus decisiones estaban presentes para siempre.

Con sus últimos alientos ante aquella fiebre que no daba tregua acercándola a su muerte segura, sólo podía dejar a sus hijas la herencia de su experiencia, nunca cegarse por amor.

Marianne repitió silenciosamente aquellas palabras no una, sino muchas veces, pretendiendo que se grabaran en su corazón a fuego y para siempre. No soltó la mano de su madre en ningún momento, miró a Emma que dormía en su camastro acurrucada y a su padre que borracho como cada noche, estaba recostado de cara a la mesa con la botella vacía a su lado. En ese instante en que la respiración de su madre era cada vez más entrecortada se sintió muy sola.

Nunca Por AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora