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Habíamos pasado toda la noche conversando sobre temas de todo tipo, pero lo que más me había gustado es que eran conversaciones profundas. Conversaciones de verdad. Conversaciones que te llevas para siempre. No una simple conversación más.

Habíamos hablado tanto que llegué a mi casa casi al amanecer, más tarde que nunca (aunque si lo miras por el lado de que estaba amaneciendo era incluso temprano).

Nada más entrar por la puerta me di cuenta de que las cosas no estaban bien. Nada nuevo. Pero esta vez era peor. Toda la casa estaba patas arriba. En la cocina estaba toda la vajilla tirada por los suelos, rota en mil pedazos.

Mi madre acudió a la puerta tan rápido como la escuchó abrirse. Sus ojos estaban empapados en lágrimas y tenía un pequeño corte en el labio.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunté con preocupación.

—Hijo... —dijo a duras penas—. Hijo, vete, por favor.

—¿Qué?

—Por favor —suplicó

—¡No voy a dejarte sola! —exclamé.

—Vete.

Y supe que debía hacerlo, porque eso ya no era una súplica...

Era una orden.

La chica que amaba las estrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora