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«El padre Marin nos contaba, que como en cada historia trágica, era de noche y llovía. Las densas nubes no dejaban pasar la luz de la luna y el barro acumulado en el camino era tan profundo como traicionero.

Él volvía al pueblo después de una visita a la ciudad de Breten, en busca de un nuevo cáliz para la abadía. Por precaución, caminaba al lado del camino luchando contra la inclemencia, ayudado solo de una vara de fresno.

Justo en la encrucijada del viejo abeto, encontró los restos de un terrible accidente. Una carreta perdió el control o quizá se les acabó el aceite a sus lámparas. Como fuese, se habían estrellado contra el robusto árbol. El conductor llevaba muerto tanto como los caballos, pero desde el interior se oían llantos.

Dentro halló diez bebes. Lamentablemente cuatro habían muerto de frío, pero los otros seis lloraban con fuerza para hacerse escuchar y que los salvasen. Volvió a la ciudad tan rápido como pudo, pero en el camino, al pasar por una granja, decidió robar una mula pues, no había tiempo por perder.

Clamó a Tob que ya era suficiente y el moderado rey de los dioses respondió. La lluvia se detuvo y con esto el anciano padre pudo amarrar las cestas de los bebes al dócil animal.

Nos llevó al pueblo de Pradoverde, donde convenció al predicador elfo para criarnos allí. Durante años nos educó y amó como a sus hijos, pero era muy anciano y sabía que ninguno superaría las pruebas del predicador para seguir el camino de la fe.

Fuimos niños traviesos y muchos habitantes del pueblo no toleraban nuestra presencia, pero el padre se empecinó en enderezarnos y conseguirnos un futuro. Una mañana de primavera, hace cinco años, un cazador pasó por el pueblo. Era un viejo amigo del padre Marin que, con la promesa de criarlos como a sus hijos, se llevó a Vaylor e Issobel.

Los calores de aquel verano nos arrebataron a Diana, a veces la envidio, pues no estuvo para aquel invierno cuando llegaron los hombres de Arnoldo.

Esperaron la peregrinación del predicador para atacar nuestro pacifico pueblo. Sin defensas ni guarnición, mataron, robaron y violaron cuanto quisieron. Pero solo fue el último día de su ocupación cuando reunieron el valor de entrar en la abadía.

El padre nos ocultó bajo la trampilla junto a los tesoros y desde ahí pudimos ver cómo esos salvajes lo torturaban, pero él solo repetía que no había mujeres u oro, que era la casa de dios y debían irse.

Ferran no soportó la escena. Cogió lo primero que tuvo a su alcance para salir a defender a nuestro padre. Guillem corrió tras él, mas aún eran niños, no pudieron hacer nada contra los forajidos.

Los apalearon, pero les pareció divertida la resolución de aquel par de mocosos que, en su desesperación, les entregaron el tesoro que andaban buscando. Ferran en su apuro cogió el cáliz que ahora ya pertenecía a los hombres de Arnoldo. Satisfechos con el botín, abandonaron la abadía y se marcharon del pueblo.

Nuestro padre agonizó una semana. Cuando volvió el predicador le rogamos que lo ayudara con su magia, aunque nos conocía de toda la vida, no lo hizo. Nos explicó que un hombre como él no era digno de su magia. Que, aunque quisiera, no era honorable esforzarse tanto por salvar a un simple mortal que más temprano que tarde debía morir. Y así lo hizo.

Aquel mismo día abandonamos la abadía. Ferran decidió convertirse en soldado. Postular algún día a la academia imperial para protegernos de cualquiera que nos pudiera lastimar y Guillem en un herrero que nos proveería de estabilidad. Que velaría económicamente por nosotros.

Yo por mi parte llegue a un acuerdo con la dueña del tejón rojo. A cambio de mi trabajo ella nos daba alojamiento en el establo de atrás. No tengo ni la resolución, ni la habilidad de mis hermanos, pero haré lo que sea necesario para asegurarme de su bienestar».



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