Ferran. 7

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Los azotes fueron tan brutales que no pudo desmayarse aunque sentía como si le arrancasen la piel con cada golpe. Su garganta estaba tan seca y magullada que no podía gritar y en su lugar emitía un sonido más gutural, casi primitivo, que mezclaba dolor e impotencia a partes iguales.

Su mente divagaba con la esperanza de desvanecerse para ya no sentir el terrible beso del látigo que tan fuertemente se había encaprichado con él, o que al menos dejase de empecinarse en golpear puntos donde, estaba seguro, ya no le quedaba carne y sentía como sus huesos rechinaban quejándose de conocer la luz del sol.

Cuando se terminó de ejecutar la sentencia fue que varios esclavos lo socorrieron. Si bien su intención debió de ser noble, para el chico aquello fácilmente fue más terrible que la tortura misma. Al liberar sus manos su cuerpo se deslizó por su propio peso y los esclavos al sostenerlo rozaron y apretaron su piel maltrecha, sangrante y amoratada. Para alguien como Ferran que había estudiado las propiedades de las hierbas, entre ellas las curativas y, por consiguiente, tenia cierto conocimiento sobre cómo tratar las heridas, el sentir como la suciedad de las torpes manos de aquellos esclavos, que difícilmente  habían tomado un baño aquella semana, solo le hacía sentir terror por las posibles infecciones y enfermedades que podía contraer.

Aun en su delirio,  de camino a donde fuese que lo llevasen, le pareció ver como Filipa increpaba a Kali con un empujón, su conciencia por fin se desvaneció entonces.

Durante días recuperaba el conocimiento por agónicos momentos, donde solo podía sentir dolor y aunque intentaba gritar algo se lo impedía. La primera vez que sucedió, se sacudió tan violentamente que cayó de la improvisada camilla, descubriendo que siempre se puede sentir algo peor.

Las siguientes veces se encontraba atado, casi completamente inmovilizado, lo que le provocaba violentos calambres que no podía mitigar ni siquiera con un agónico grito.

Ferran nunca había deseado morir con tantas ganas como lo hizo durante esos días. Una mañana, sabía que era temprano por el incesante canto de las aves que le perforaba el cráneo, fue que le pareció ver a Filipa en una esquina de la habitación, intento decirle algo pero algún tipo de amarra le impedía abrir la boca y sus fuerzas estaban tan disminuidas por la fiebre que no lograba emitir sonido alguno. Lo peor fue el percatarse de que la chica se encontraba mirando por la puerta mientras comía una manzana, como si nada hubiese o estuviese sucediendo, su gesto era de estío y a todas luces dejaba patente que no deseaba estar allí. Fue entonces que se percató de que había una sombra a su lado, o al menos eso era todo lo que era capaz de percibir, pues su rango de visión estaba muy disminuido, específicamente a menos de la mitad. Intentó girarse pero no pudo, porque  su cabeza se encontraba entre tablillas para conservar su posición, la cual apenas notaba que era casi completamente boca abajo. Si estuvo despierto mucho más o algo llegó a pasar no lo recordaría pues enseguida volvió a perder la conciencia.

La siguiente vez que se despertó fue por el dolor, el terrible dolor que emanaba de su espalda al ser volteado y apoyarla contra el camastro. Aun así le costó mucho abrir los ojos, los cuales estaban casi pegados por el tiempo que llevaban cerrados. Gimió como pudo, pues aun no podía gritar, solo para sentir algo sobre su boca. Su mirada no se acostumbraba a la oscuridad cuando se percató de cómo le bajaban el pantalón y se ensañaban con su hombría.

La mujer que tenía sobre el intentaba estimularlo con extrema rudeza y al no conseguir el resultado esperado pronto perdió los estribos. Maldijo al maltrecho chico y con violencia quito las vendas y mordazas que tenía en su boca.

Ferran pensó en gritar, pero nada más sentirse liberado su cuerpo clamó una bocanada de aire, la más dolorosa que jamás había tenido. Su mandíbula estaba rota por la paliza que recibió de parte de Kali y se desencajo al verse sin  los atavíos que la mantenían en su lugar. Un nuevo mugido primitivo manó entonces de todo su ser. Cada centímetro de su cuerpo dolía, cada toque y torpe caricia lo hería, pero eso no parecía importar a la mujer que no torció el gesto ante sus ojos cubiertos de lágrimas, mientras le introducía en la boca aquella sustancia que había iniciado todos sus males.

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