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El primer pensamiento que se me vino a la mente después de despertarme por la alarma del teléfono y no por los gritos de mi padre fue que se había olvidado de mi cumpleaños.

Desde que me alcanza la memoria, cada 26 de abril mi padre me despertaba al grito de: «¡Feliz cumpleaños, princesa!», y me traía mi desayuno favorito a la cama: Tortitas con caramelo y su famoso batido de chocolate blanco. Famoso porque así lo llamaba él, no porque fuera famoso de verdad. Luego me decía que había escondido un regalo en algún lugar de la casa. Yo me volvía loca buscándolo, porque siempre estaba donde menos me lo esperaba.

Decidí esperar unos minutos más. Tal vez se ha despistado. Mi padre siempre había estado muy pendiente de mis cumpleaños. Recuerdo que cuando cumplí siete años, me despertó disfrazado de Peter Pan. En aquella época yo estaba realmente obsesionada con la película, y un poco enamorada del actor también. Me puse el disfraz de campanilla que me regaló y estuvimos fingiendo que estábamos en Nunca Jamás todo el día. Hasta Víctor, el padre de Sarah, se disfrazó de Capitán Garfio para darme la sorpresa. Dos años más tarde, me regaló una cámara digital nueva, pues la que tenía ya se había quedado anticuada, aunque todavía seguía conservándola ya que fue un regalo de mi madre. Al siguiente, dos entradas para ir a ver juntos el concierto de Coldplay. A los catorce, fuimos a Disneyworld Orlando. El año pasado, un nuevo objetivo para la cámara y un trípode. Se pasaba el año ahorrando y planificando todo al detalle para que, cuando llegase el día, fuera perfecto. Por eso me costaba creer que se hubiera olvidado de mi cumpleaños. 

Después de quince minutos esperando, supe que ya no iba a aparecer. Me levanté de la cama con una sensación extraña en el estómago y fui a darme una ducha. Me puse unos vaqueros altos y una blusa de tirantes blanca debajo de la cazadora de Alex. Me hice una coleta alta, me maquillé ligeramente y bajé a la cocina a desayunar. Allí se encontraba mi padre, leyendo el periódico mientras desayunaba unas tostadas como si hoy no fuera un día especial, como si hoy no fuera el cumpleaños de su única hija.

Yo me quedé mirándolo uno segundos, esperando cualquier reacción por su parte, algo que me dijera que realmente se había olvidado o que se estaba haciendo el loco para después darme la sorpresa. No hizo absolutamente nada, tan solo pasar la página del periódico. Alzó la mirada cuando me oyó y luego volvió a centrarse en el artículo que leía.

—Buenos días, princesa —me saludó.

—Buenos días —dije, algo seca—. ¿Has dormido bien?

—Sí. Muy bien.

Se terminó el café de un solo trago y se incorporó.

—Tengo que irme. Nos vemos esta noche. Te quiero.

Se marchó con prisa, como si llegara tarde a trabajar.

Yo me quedé mirando la puerta con tristeza. 

—Pues sí que se ha olvidado de mi cumpleaños...

Cuando terminé mi solitario aunque delicioso desayuno de cumpleaños, me monté en el Rover y conduje hasta llegar a la casa de Alex, donde los recuerdos de los últimos meses vinieron a mí. Habíamos pasado mucho tiempo en el jardín, jugando con sus primos pequeños y también al lacrosse. Me enseñó algunas técnicas de juego, bueno, más bien lo intentó, porque cada vez que nos poníamos a jugar, de algún modo, Alex acababa encima de mí y su boca pegada a la mía.
Tampoco es que me quejara, la verdad.

Mi mejor errorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora