50- La ley de Murphy

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Llevaba teniendo muchísima suerte en los últimos días. Nadie me hablaba, nadie parecía interesado en mi...andaba como si fuera invisible. Y deseaba que esa suerte pudiese durarme algunos días más por lo menos.

Pero como siempre que las cosas parecían calmarse, algo terrible iba iba ocurrir y esa no iba a ser la excepción.
Bajé del tren y me perdí por completo, sin llegar a salir de la estación. Había tantos niveles subterráneos, tantos edificios y escaleras con pasillos que llevaban a andenes y tiendas... tardé media hora en encontrar una de las salidas.

Y lo que vi ante mi fue abrumador.
La ciudad más grande que había visto en mi vida. Donde todo se movía tan rápido que a penas tenía tiempo de asimilarlo. Multitudes enormes de personas cruzaban las calles, cientos de coches atravesaban las carreteras zumbando. Y los edificios eran altísimos, con un contraste de arquitectura moderna y antiguas torres e iglesias restaurada.
No sabía donde mirar o hacia qué lado moverme. Empecé a moverme porque la multitud me obligaba a seguirle el ritmo, aunque todavía no sabía hacia qué lado dirigirme y empezaba a atardecer.

Hacía mucho frío, no tanto como en mi casa, pero debía tener en cuenta que estaba más al norte. Además, parecía que había nevado los últimos días, porque todavía se podían ver restos de nieve acumulados a los lado a de algunas calles o aparcamientos. Nieve sucia y gris, compacta por la maniobra del quitanieves y el helamiento.

Me metí en un tranvía prácticamente sin querer. Al ver la parada, intenté llegar hasta ella para ver si alguna línea conectaba con el aeropuerto. Y de hecho, el tranvía que se aproximaba a la estación tenía un cartel luminoso en el que se marcaba el número de línea y el destino... el aeropuerto.

Cuando se quedó parado y la gente empezó a salir, no tuve tiempo ni para pensar, porque los demás pasajeros empezaron a entrar apresuradamente y a empujones, quedándonos todos enlatados. En el vagón hacia un calor insoportable, contrastando con la temperatura de fuera.

No compré billete a pesar de que la máquinas de autoventa estaban justo a mi lado, pero no las alcancé.

Y en los veinte minutos que duró el trayecto, estuve más nerviosa que nunca. Porque cada vez que el tranvía se detenía y pasaba alguien de seguridad, temía que pudiese revisar los billetes y descubriera que yo no tenía ninguno.
Me estaba sintiendo ilegal. Sabía que iba en contra de las normas y eso me están pesando en la conciencia más que todas las cosas que había hecho hasta el momento.

Pero nada ocurrió. Y eso no hacía más que aumentar mis sospechas de que la mala suerte me golpearía cuando menos lo esperaba.

El aeropuerto era más de lo mismo que la ciudad. Todo era muy caótico y la gente se movía con mucha prisa. Me sentía más observada por los vigilantes de seguridad, acompañados de perros Policía y armados hasta los dientes. Pero eso era comprensible en un lugar tan transitado como aquel.

Me dirigí a las casillas de venta. Tenía compañías para elegir entre las que quisiera. Lo peor es que no sabía cual se dedicaba a qué tipo de vuelos y si no me fijaba bien terminaría pidiendo un billete para América a una compañía que ofrecía vuelos a Australia.

Me fijé en los paneles de llegadas y salidas. Aunque había varios y enormes repartidos por las paredes, tuve que acercarme a los monitores más bajos, para conseguir leer algo.

Una vez localicé una compañía de un nombre más o menos conocido que hacía varios vuelos diarios, fui a la taquilla a hacer cola. Se suponía que era económica.

Delante de mi había personas de todo tipo, familias y parejas, algunos hablaban en idiomas desconocidos. Todos llevaban maletas.

Finalmente llegó mi turno, le entregué mi pasaporte y pregunté por los billetes disponibles a Nueva York.

Secuestrada (Indefensión Aprendida)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora