Conmoción

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Aquella húmeda y soleada tarde de primavera, la cual podría haber sido utilizada para beber té en el jardín, pasear, jugar a las cartas, visitar amigos o fumar un puro resultó un verdadero calvario para James Greenhill. El hermano del duque de Western había sido sacudido por una serie de eventos violentos en tan solo dos días y estos lo habían dejado completamente en shock.

James nunca había sido un hombre que se sorprendía fácilmente, con sus ya 28 años, había vivido lo suficiente como para conocer muy bien a la gente, sus pretensiones, sus secretos y mentiras y lo que se podía arriesgar o aprovechar con ello. Una larga juventud de libertinaje había marcado su pasado como una densa mancha de tinta en un impoluto pergamino, a la cual se le sumaba su tendencia a beber todos los días hasta quedar inconsciente luego de pelear en algún bar de mala muerte. En Nueva York, se había acostado con toda dama que lo encontrara atractivo y llegó ser miembro honorario de todos los burdeles de Manhattan. Siempre se había diferenciado de su hermano mayor con esto, además del hecho de no haber heredado ningún título nobiliario por ser el menor.

Mientras que la sociedad admiraba el carácter honesto, tranquilo y amable del solemne Frederick, en James veían la típica imagen de un rico despiadado y entregado a los más terrenales pecados. Lo habían tachado más de una vez de egoísta, cruel, aprovechado y presuntuoso.

Pero con su llegada a Inglaterra, su vida de calavera había dado un giro de 180 grados y lo puso de cabeza para que se diera cuenta del desperdicio que había hecho con ella. Luego de emborracharse a tal punto que un par de bribones lo despojaran de toda pertenencia (incluida su ropa) y lo tiraran al borde del Támesis, decidió que era momento de redimirse y mejorar.

Gracias a la ayuda y apoyo que su loca cuñada le había dado y la paciencia de su hermano mayor, quien perdonaba cada uno de sus errores, en poco tiempo pudo cambiar aquella faceta que tantos problemas le había provocado a su persona y a la de los demás. Aquella curiosa e imparable mujer lo había adoptado como su guardia personal y con ello el control de su vida había pasado a estar en sus manos. Lo hizo dejar la bebida, lo acompañó en sus duros momentos donde la abstinencia lo volvía loco y violento, controlaba su régimen de comidas y diseñaba actividades físicas para que recuperase toda la masa muscular que había perdido por el sedentarismo y el alcohol. Les debía demasiado, quizás toda su vida se hubiera ido al caño de no ser porque Danielle y Frederick lo sostuvieron siempre.

Pasado el intenso proceso de reivindicación de sí mismo, creyó que la vida jamás le daría más sorpresas, como la que estaba a punto de ocurrirle aquella tan ajetreada tarde y que daría inicio a su perdición.

Su cuñada había sido al parecer secuestrada por alguien y su hermano había salido disparado cabalgando a un lugar desconocido para salvarla, dejándolo a él y a su amigo Nicholas Hanson sin habla.

Los acontecimientos desastrosos se habían dado demasiado rápido y no le dieron tiempo de pensar ni de reaccionar. Para sumarle drama al asunto, la noche anterior, él y Danielle habían sobrevivido de milagro a un incendio en un orfanato. Por lo tanto  al escuchar de su desaparición, todos sus sentidos se encendieron y se puso a dar vueltas por toda la casa intentando pensar qué hacer para solucionar la situación.

El mejor amigo de su hermano y suyo, Nicholas Hanson, un hombre de espaldas anchas, cabello negro y voraces ojos grises, había comenzado a enviar a todos los criados de la casa Greenhill para contactar a los miembros que conocía de la Scotland Yard.

James, frustrado y nervioso apenas podía respirar de la desesperación que le generaba aquella circunstancia.

De pronto, un duro golpe en la puerta y en la ventana hizo eco en sus atolondrados oídos y como un rayo salió disparado hacia la entrada rogando al cielo que fuese Frederick con su esposa, sanos y salvos. En cuanto abrió la puerta, su rostro se ensombreció por la clara decepción de no encontrar lo que deseaba y abrió los ojos de par en par para ver lo que tenía enfrente. Una mujer de no más de 26 años, totalmente sudada, manchada de tierra, con los cabellos fuera de lugar, el vestido completamente ajado y el rostro pálido como la cera; que despedía el calor de una respiración agitada por correr por mucho tiempo, se encontró contra su duro pecho, intentando recobrar el aliento.

Felicidad de una margaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora