Honeydukes

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Honeydukes

-Adelante.

La profesora McGonagall abrió la gran puerta de madera de la oficina del director y entró al lugar. Las antorchas iluminaban todo el lugar y Dumbledore se encontraba sentado en su ostentoso escritorio con un rollo de pergamino en sus manos, sus pies elevados en un taburete que se encontraba a un lado del escritorio, de manera que podía calentar sus pies (envueltos en unos calcetines) frente a la chimenea. Un largo dedo de su pie salía por un agujero de uno de los calcetines, los cuales parecían viejos y muy desgastados. Se sentó más derecho, ajustando sus gafas de media luna y dejando sus pies en el suelo cuando McGonagall entró a la oficina.

-Bienvenida, bienvenida –murmuró él, dejando el pergamino sobre la mesa.

-Gracias, Director –dijo ella, caminando hacia el escritorio y sentándose en una de las sillas frente al director. El acolchado de la silla era color púrpura con decorado color plata. Todo en la oficina de Dumbledore parecía ser color púrpura, plateado, magenta o un color naranja similar al del fuego, incluyendo a la gran ave que ahora estaba posada frente a la ventana. Un fénix llamado Fawkes, la preciada mascota de Dumbledore, quien inclinó su cabeza al ver a McGonagall, como saludo a una persona conocida.

-Fawkes se ve muy bien hoy.

-Así es. Sus colores se tornan remarcablemente más espléndidos justo cuando acaba de quemarse... -Dumbledore le sonrió con aprecio al ave- Se quejó el jueves pasado.

McGonagall asintió, mirando al ave con una sonrisa benigna.

Dumbledore la miró.

-Estoy seguro que no subió todas esas escaleras, encantadas o no, sólo para conversar de sobre mi ave, ¿no es así, Minerva?

-No, señor –respondió McGonagall- Tiene razón. Vine a platicarle sobre James Potter.

-¿Qué pasa con el señor Potter? –preguntó Dumbledore, inclinándose de manera que sus codos descansaban en su escritorio y posó su barbilla en sus puños, escuchando atentamente. Parecía tan joven y tan infantil cuando se sentaba de esa manera, pensó McGonagall, y era extraño para ella ver a un profesor a quien había admirado toda su vida, lucir tan joven de espíritu pero tan viejo de cuerpo como lo era él ahora.

Minerva McGonagall tomó una respiración profunda.

-Bueno, profesor... Eh, Director –aún parecía tan fácil llamarlo profesor- James se me acercó ayer, después de clases, para preguntarme cómo convertirse en animago y cómo era exactamente el proceso –dudó antes de seguir hablando- Me preocupa que pueda estar pensando intentarlo sin supervisión.

Dumbledore reposó la espalda en el espaldar de su silla y acarició su barbilla.

-Ya veo. Y presumo que usted teme que accidentalmente se deje una cola de castor o el cuello de una langosta o algo por el estilo.

-Precisamente –respondió McGonagall.

Dumbledore observó sus dedos mientras pensaba.

-Si fuera usted, mantendría un ojo puesto sobre el muchacho –dijo- Pero no me preocuparía demasiado aún. Puede ser que simplemente tenga intriga en el asunto...

-Pero, Director...

-Minerva, no te preocupes demasiado –le interrumpió Dumbledore, alzando una mano para silenciarla de una manera educada- Hay una enorme cantidad de razones por las que uno pediría información tal como James lo ha hecho, y aunque una gran parte de esas razones puedan ser de naturaleza maligna, hay algunas que pueden ser por el bien de todos, y si mis suposiciones son ciertas, entonces las preguntas de James no harán daño a nadie. Hasta que tengamos una razón para preocuparnos, no deberíamos pensar mucho en ello –sonrió, un brillo de misterio iluminando sus ojos.

Los Merodeadores: Segundo AñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora