En casa

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Había llegado a la orilla.
Me había mojado los pies, de su humedad fría.

Había nadado en piscinas climatizadas, con mis manguitos en los brazos mil veces.

Pero no allí.
Nunca en el mar.

El sol había calentado mi piel, el agua parecía más fría por el contraste de temperatura.

Me quité los manguitos y los arrojé al suelo.

Las olas en su movimiento los arrastraron hacia la tierra.

Entré.

Caminé entre el agua fría hasta que mi ombligo se mojó, tiritando por el frío y apretando mis dientes para sostener el frío y el miedo, me sumergí.

Abrí los ojos y nadé.

Nadé por primera vez en un agua sin tratar, sin climatizar, sin flotadores que me mantuviesen en la superficie.

Nadé.

Nadé sumergida en el agua de un verdadero océano.

Y me sentí sirena.
Creí estar en mi hábitat.

Ahí estaba yo sin haber dado clases de natación, sin saber nadar sin flotador.

Sumergida.

Mi bañador verde se habían transformado en escamas.
No necesitaba oxígeno.

Dejé de aguantar la respiración, mis mofletes se desincharon de haber consumido todo el aire retenido.

Y no me ahogué.

Estaba en casa.

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