Gwen Laughlin
Cuando tenía cuatro años, mi madre me leyó un cuento escrito por un famoso médico argentino que me dejó tan marcada que jamás pude olvidarlo, lo recuerdo cada vez que entro a un juicio, cada vez que veo a mi novio a los ojos, cada mañana que llego a trabajar, cada que fumo un cigarrillo mientras me escondo en el baño como una cobarde, como ahora.
Recuerdo bien el cuento, recuerdo que había un hombre, un buscador que viajaba sin saber realmente lo que buscaba. Este hombre decidió entrar a un lugar desconocido en un pequeño pueblo desconocido en donde encontró piedras blancas, tantas que ni siquiera notó que en verdad eran lápidas, hasta que leyó la primera, la que sugería que un pequeño niño de cinco años estaba enterrado ahí, al igual que en el resto de las lápidas, todos niños. Él se sorprendió al leer que el mayor tenía once años.
Pero no eran niños.
El buscador se topó con el guardia, quien le explicó las costumbres de su pueblo y descubrió que no eran niños, en realidad eran adultos que habían escrito en una libreta cada año, mes, semana, día, hora, minuto, segundo, cada cosa que habían disfrutado en vida, y el día de su muerte abrían su libreta para escribir en la lápida únicamente los años en que vivió plenamente, porque eran los únicos que valían la pena.
Este cuento me dejó una enseñanza bastante profunda, estuve divagando durante horas, pensando en la importancia que tenía la vida, demasiada filosofía para una niña de cuatro años. Al final del día, llegué a la conclusión de que tal vez la vida era solo eso, una vivencia fugaz y era nuestro deber aprovecharla, al final del día me prometí a mí misma aprovechar mi vida, me prometí que nunca desperdiciaría un solo segundo, y así mi lápida luciría como la de un adulto.
Ahora, a mis veintitrés años, vuelvo a reflexionar y me doy cuenta de que quizá mi lápida se verá más joven que un niño. Ahora estoy aquí, sufriendo y quebrando mi vida por un chico, viviendo como si apenas tuviera un año de vida.
—¡Gwen!
—¡Un minuto!
—No tenemos un minuto.
Anoche tuve un pleito espantoso con mi novio y esta mañana debe estar en alguna carrera de caballos con sus amigos, bebiendo y conociendo mujeres, mientras yo estoy aquí, a punto de salir a defender a un delincuente muy rico ante un jurado que quiere condenarlo por estafar a adultos mayores.
—¡Gwendoline!
Apago el cigarrillo en el suelo y pateo la colilla tan lejos como puedo, de inmediato me quito los guantes amarillos para guardarlos en mi bolso, de donde saco el aromatizante olor canela y lo rocío por todo el lugar, incluida yo misma. Antes de salir me lavo las manos con muchísimo jabón, me arreglo el cabello y me como todas las mentas que traía en mi clásica cajita de metal.
—Listo —abro la puerta—. ¿Tan difícil era darme un minuto?
He estado en el baño más de media hora, fumando y llorando, era de esperarse que Rebecca estuviera desesperada.
—Ya llegaron a un veredicto.
Juntas volvemos al juicio, pero solo yo tengo que sentarme al lado del estúpido que les quitó tanto dinero a más de cinco personas de la tercera edad.
Después de algunos minutos escuchando como el jurado lo declara inocente, soportar sus abrazos de agradecimiento y mirar las pobres caras tristes de los ancianos que no van a recuperar su dinero, por fin estamos afuera, al aire libre.
—Debo decirte que eso fue asombroso.
Rebecca ha trabajado para mi padre desde que se graduó de la universidad y ahora es una de las mejores en el negocio, la única veinteañera a la que le asignan casos importantes, además de mí. Pero ella no es hija del jefe, así que tiene verdadero talento.
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Jugando Sin Reglas
RomanceCuando se sentía sola y triste él siempre estuvo ahí para abrazarla, cuando se raspaba la rodilla él tenía un curita con adornos navideños, no importaba que fuera mitad de abril o principios de agosto, siempre parecía navidad. Él había estado para e...