Prólogo 2°: condenarte.

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Yo conocía mi naturaleza.


Aunque todos, desde muy pequeño, me arrimasen a las fantasías y suerte de ser un noble y orgulloso alfa: había una potencial parte de mí que me indicaba todo lo contrario.

¿Cómo pude haberlo sabido? ¿Mero instinto, estereotipos, indicios?

...O quizá la noche de mi quinto cumpleaños.

Ahí, frente a uno de los hijos del matrimonio Akio se había cerrado un contrato de severo silencio. Un secreto por parte de ambos, algo que debía ser de una forma u otra. Quedaba tajado en el baúl de los recuerdos y era un hecho que me marcaría por siempre antes de empezar a pulir los verdaderos problemas. Estúpidos y ridículos problemas que me llevarían a pasar el peor de los infiernos.

Apenas tengo la perturbadora memoria de lo que pudo haber acontecido en dicha luna. Mis reminiscencias lo evocan con algo de esfuerzo. Por consiguiente, recordé a ese hombre de rodillas y abriéndome los muslos con evidente corpulencia, mascullando un sinfín de cosas incomprensibles a medida que engullía mi entrepierna. En ese tiempo tenía cinco años. ¿Cómo podía saber qué tan bueno o qué tan malo sería lo que hacía? Nunca entendí lo que pasó y el porqué de no asustarme sus acciones. Me lo tomé con relativa calma y curiosidad. Verlo chupar ese lugar era extraño... era tan confuso y me hacía cuestionar si era normal en las personas darse esa clase de amor.


De cualquier forma, eso no fue sino un avance a la precoz sexualidad que se adelantaría en mi mecanismo años más tarde. O el inicio de todo, posiblemente.



Sólo lo dejé hacer conmigo lo que quisiera. No me incomodaba, e incluso si así hubiese sido; mamá y papá siempre me dijeron que debía confiar en lo que los adultos dijeran u ordenasen ante mí. Si él pretendía chupar el lugar por el que yo dejaba escapar todos mis... desechos, yo no sería quien se lo impidiera a pesar de ser algo bastante desagradable a mis ojos.



Así concurrieron dos años. Mi primer año en la escuela fue..., interesante. Esas típicas épocas en las que todos los niños hablaban sobre cosas que no podían ser mencionadas -bajo la supervisión de los adultos- o saldrían terriblemente castigados. Básicamente, un tabú sexual. Los temas obscenos se reservaban para la generación de los grandes, los sabiondos, los que entendían todos los malditos secretos del universo. Por alguna razón que sigo sin comprender a día de hoy, siempre se vio a los mayores como si fueran una caja de Pandora. El respeto entre los adolescentes o muchachos inocentes, ¿por qué? ¿Por qué se da por hecho que un niño no sabe nada? ¡Y no niego que sea cierto! Porque lo es, efectivamente. Sin embargo, jamás me gustó que despreciaran mi posición o ideales por no tener la edad suficiente. Yo podía comprender, así como podía revolucionar toda la ideología que defendiera... O simplemente callar mientras dejaba que los conocimientos me aunaran. No tuve ninguna de esas opciones y, en cambio, fui utilizado cual muñeco de plástico. Cuando los niños opinan algo, los adultos fruncen el ceño y nos hacen callar.


No obstante y, regresando al tema inicial, ¿por qué debería ser tan terrible hablar de temas lascivos?

Y entonces lo hice. Un día, mientras  compañeras hablaban sobre contenidos sexuales o mierdas pervertidas a espaldas de la profesora, decidí tocar el tema por mí mismo. Hice algo ridículamente estúpido. 

¿Quizá era mi necesidad de sentirme importante? ¿De hacerlos ver que yo sabía más de lo que ellos? ¿Tal vez mi sed de poderío o mi trauma de la infancia, que me perseguía entre sueños? ¿O era la familia sádica en la que convivía, llena de gente sin criterio que vaciaba su viscosa esencia las veinticuatro horas del día en distintos momentos de la jornada?

La resiliencia de mí amor -KooKv-(Ad.)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora