—IZARO, ¿ME ESTÁS ESCUCHANDO?
La recién mencionada parecía estar en un trance, no había hablado durante la cena y sin Ginés en su rutina de estudio en la Universidad, su día estuvo muy apagado.
Frases incompletas e imágenes borrosas se cruzaban por su mente como diapositivas de un trabajo práctico mal hecho en la primaria y de repente las ganas de comer se habían esfumado.
— Izaro, amor. —su madre acarició su pómulo, en busca de respuestas.
Dejando los cubiertos limpios a un costado, los miró cortamente y terminó por levantarse de la mesa.
—No tuve un lindo día perdón, voy a hacerlo dormir a Nicolás. —tomando en brazos a la criatura de dos años se dirigieron a la habitación del infante, a pasos tranquilos.
El pequeño se aferraba fielmente a la ropa de la fémina buscando cobijo del frío que ese hogar emanaba con tanto descuido, y ella lo llevaba más contra su pecho cálido y carente de maldad. La única hija mujer siempre se propuso a cuidar de los suyos, y Nicolás era su más preciado tesoro.
Ingresando a la habitación iluminada de una tenue luz de una lámpara amarilla y una cuna que ella construyó en su escuela técnica era lo único que había en esa pequeña alcoba. Con suavidad lo colocó en el cómodo colchón y lo arropó, no sin antes llorar en silencio y sumida en soledad cuando éste cayó sobre los brazos de Morfeo.
Cuando notó la hora, supuso que no habría más remedio que ir a trabajar, y dejando un casto beso en la frente del niño se fue, tomando sus llaves, libros y celular se dirigió a la parada de colectivos.
Sólo deseaba que hubiera más gente allí, no se sentía bien estando sola.
De todas formas cuando ella decía que quería estar sola, se contradecía, porque jamás le gustó estar sola.
Le aterra terminar sola.
Siendo cenizas, energía o hasta enterrado bajo la fría y oscura tierra del cementerio uno termina solo, no hay otra.
Izaro tenía miedo de terminar sola.
El miedo aún sigue calándole los huesos, pero, ¿no se siente acogedor?
[...]
—Son en total $145, señor. —atendió a su cliente con una corta sonrisa.
El pelirrojo hombre le dió exacto el dinero y despidiéndose amablemente de ella, le dejó en la barra un porro.
— Ah bueno. —habló para ella misma y tomando entre sus finos dedos el cigarro de flores, miró hacia afuera. — ¡Rodolfo, voy a estar afuera un ratito! —avisó en un grito, y cuando recibió una respuesta afirmativa se dirigió a la puerta de cristal y cuando iba a salir se topó con un cuerpo, espontáneamente. — Uh, mil disculpas señor, no lo vi.
Y para cuando alzó sus zafiros orbes, notó la sonrisita socarrona del contrario.
—Tan viejo no soy, dulce Izaro.—sonrió, a labios sellados.—¿Qué tenés ahí?
Sus mejillas no tardaron en tomar calor y escondiendo el cigarro detrás de su espalda, comenzó a caminar hacia atrás con la mirada gacha.
— Qué bonito te queda el rojo en tus mejillas, Izi.
— Callate, Agustín.