LAS LUCES POLICÍACAS llamaban la atención de toda la vecindad ante el siniestro que había ocurrido en plena madrugada de un caluroso Enero.
Los profesionales atendían a la muchacha de cabellos grisáceos colocándole un respirador, le tomaban la presión y la temperatura a toda costa. Volsk era incapaz de siquiera levantar su mirada de sus zapatillas manchadas de sangre seca y conectar sus cristalinos portales con los de Cruz, quien hablaba con el padre de la muchacha totalmente apartados del asunto.
Un chirrido de unas llantas fue lo que llamó su atención, más se hacía una idea de quién era así que no se molestó en levantar su mirada. Izaro había muerto en su casa, horas antes de salir de su trance al ver el suicidio de su madre en pleno living.
Ahora sólo estaba el envase vacío, sin ningún mensaje en ella.
Los cabellos acaramelados del español danzaban con prisa al compás de su caminata rápida para llegar a ella. Lo habían frenado abruptamente de un golpe en seco en el pecho, pero los oficiales vieron que era conocido de ella. Así que pasando de largo por ellos, Ginés llegó hasta su mejor amiga y la envolvió en un abrazo.
Ambos se quedaron en silencio, no era necesario que éste dijese algo al respecto. Aún así, su presencia era muy importante para la muchacha desamparada.
Tomando una gran bocanada de aire, Izaro rompió en llanto mientras se aferraba a la anatomía del murciano quien en ningún momento la soltó o habló, sino que estuvo sosteniéndola en todo momento a pesar de que, su corazón se fragmentara con cada llanto desgarrador que salía de sus cuerdas vocales.
―Quiero a mi mamá, quiero despedirme, quiero perdonarla una vez más por favor.― pidió desesperadamente mientras anhelaba con bajarse de la ambulancia.
―Estrellita, ya no puedes hacer nada.― respondió el varón, con mucho dolor en sus palabras. Oyendo cómo su alma pedía misericordia, cerró sus ojos para acercarla más a su jovial corazón. ―Tienes que quedarte aquí, mi cielo.
Encaprichada con el hecho de que su madre no había muerto sino que era una mala jugada de su mente, pataleó con inconformidad. ―Me quiero ir con ella Gin, dejame irme, ¡dejame ir!
Escapándose de su agarre, volvió a ingresar a su ex casa. Los policías intentaron frenarla pero la ira que tanto la corroía terminó por brotarle desde sus poros y en sus pies podías ver los amargos recuerdos de un borroso pasado.
Cayendo de rodillas al verla colgada desde el techo de la casa, balbuceaba cosas difíciles de comprender. Izaro fingía tener una conversación con su progenitora muerta y que ésta le contestaba lo que ella quería oír.
Ella tan sólo era una niña, en el cuerpo de alguien de 20 años.
Cruz ingresó al lugar y con demasiado cuidado y tacto, se acercó a ella e intentó oír lo que decía.
Serva me, servabo te.
Serva me, servabo te.
La quebrada y meliflua voz de Volsk repetía aquello sin parar, manteniendo sus párpados bajos mientras que unas lágrimas bajaban como torrentes turbulentas hasta su mentón. No estaba en la tierra, no, estaba en su propio mundo.
Donde nadie ni nada podía herirla jamás.
Donde ni siquiera los ojos más cobrizos podrían oxidarla con cada intensa mirada que recorriera su ser.
Donde el fuego no podría quemar su carne.
Donde el hielo no podría congelar sus huesos.
Donde la pena negra no le llegase hasta el cuello.
Donde podría abrir sus ojos y mirar fijamente al sol sin que éste sea cegador.
Donde el dolor no existía.
Y eso, era un maldito mundo de fantasía.
De papel de lustre y brillantinas.
El dolor siempre formará parte de nuestra vida, nunca se va a ir. Es como nuestra sombra, es útil aprender a vivir con ello.
―Izaro, amor.― la llamó Agustín, buscando entrelazar sus manos.
Los ojos de ésta se abrieron abruptamente al ser desconectada de su mundo utópico. Y girando su rostro para verlo directo a los ojos, arrugó su nariz antes de entreabrir sus mordisqueados labios que, sangraban cada vez que la piel de esa zona se estiraba.
―¿Cómo es...morir? ¿Qué sentís?―preguntó, a medida que su vista iba perdiendo el brillo y su tórax se comprimía al querer respirar profundamente.
―Es igual que quedarse dormido, Izi.
Asintiendo débilmente miró sus manos, que no habían dejado de temblar, pero luego oyó los apresurados pasos de los paramédicos cuando ingresaron a la escena.
―Me quiero quedar dormida Agus, quiero dormir con vos y que cuando nos despertamos, estemos nadando en el polvo cósmico de las nebulosas. Haceme dormir, por favor...
Los oscuros ojos de Cruz no tardaron en llenarse de lágrimas ante tal confesión precipitada que la fémina decía sin titubear. Y paralizado en su lugar, veía cómo ésta luchaba en que la soltaran y en que no la doparan con nada.
Pero era tarde.
Una de las paramédicas le inyectó un sedante lo suficientemente fuerte como para que no tuviera que lidiar más con el reciente duelo. Y el joven Román lloraba en silencio, apoyado en el capó de su auto mientras observaba al español discutir con los médicos en que lo dejaran subir a la ambulancia.
―¿¡Por qué cojones no me dejáis estar con mi mejor amiga!? ¿¡Eh!? Déjenme subir, por favor, se los ruego. ¡Joder, dejad de ignorarme!― exclamó fuera de sus cabales y con la llamativa vena marcando su cuello.
Haciendo caso omiso, las puertas se las cerraron en las narices. Y viendo cómo el vehículo se marchaba a toda prisa, lanzó un grito cansado al cielo escaso de estrellas y se tomó de la frente.
Tirando la colilla al suelo para pisarla y luego recogerla y guardarla en su bolsillo, Agustín se acercó al murciano y posó una mano en su hombro.
―Te llevo Ginés, Ítalo se va a encargar del quilombito con la cana y demás. Mi auto va más rápido, dejalo acá al tuyo que no le van a hacer nada.
Paredes lo observó inexpresivo, ni una pestaña o ceja se movió en su rostro, pero aún así aceptó en silencio y subiendo al auto de Cruz no tardó en mirarlo.
―¿Qué te ha dicho dentro de la casa, Agustín?
Encendiendo el auto y guardando silencio para averiguar cómo desatar el nudo en su garganta, su agarre en el volante se fortaleció un poco más al sentir la insistente pero triste mirada del murciano sobre él.
―Quería que...―tragó saliva, viendo más brilloso el camino a causa de sus repentinas lágrimas audibles.―Que la hiciera dormir.