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―¿Estuviste este fin de semana con Pablo?

Luna, de brazos cruzados, se interpone en mi camino hacia el aula. Su postura indica enfado. Pablo ya ha hecho de las suyas... ¡Cómo le conozco!

―No. 

―¿Estás segura? -enarca una ceja -. Como me entere de que ha estado contigo, verás -me advierte.

―Luna, si pudiera alejarme de él, lo haría. Por desgracia, lo tengo que soportar en clase... Igual se fue a Bilbao a ver a su familia... O cualquier cosa -me encojo de hombros -. No tiene por qué haber estado conmigo...

―¿Y por qué no me ha dicho dónde estaba?

―¿Y me lo preguntas a mí? -suelto una carcajada.

Luna se apoya en la pared.

―¿Crees que puede estar poniéndome los cuernos? -me pregunta con gesto apenado.

―Luna, no quiero aventurarme a decir nada...

―¿A ti te los puso?

Cuando voy a responderle, Pablo nos interrumpe. Saluda a Luna con un beso y, aprovechando que estoy yo, saca una caja del bolsillo de su chaqueta y se lo entrega a Luna.

―¿Es para mí? -la cara de Luna ahora refleja alegría como si ya se le hubiese ido la sospecha de infidelidad solo por el hecho de.

―Sí, amore.

Ese comportamiento me suena... Las dos veces que desapareció y no tuve noticias de él, volvió con un regalo para mí. Más tarde descubrí que, en esas dos ocasiones, me puso los cuernos y el regalo era una forma de "redimirse" de lo que hizo. Solo espero que no haya sido así. Dejo a la parejita y retomo mi camino hacia la clase. 

La mañana pasa y empiezo a encontrarme cada vez peor. Estoy mareada y me siento debilitada. Espero que el almuerzo me dé las fuerzas que necesito. En el camino a la cafetería para comprarme algo dulce, Antonio me detiene.

―Estás pálida -dice con preocupación -. ¿Te encuentras bien?

―Estoy con mareos y me siento un poco débil. Voy a comer algo de chocolate para ver si recupero fuerzas.

―Es mejor que te vayas a casa -me recomienda -. Llamamos a tu madre y que venga a por ti.

―Puedo aguantar dos horas. Solo necesito...

Me siento aún más débil, me mareo con mayor intensidad y me siento desubicada. 

―¡Chiara!

Es lo último que escucho antes de desmayarme y ver oscuridad. 

Abro los ojos lentamente. Me siento cansada y confundida. Mi visión está nublada, pero puedo distinguir una figura de hombre. Miro a mis brazos, que tienen agujas clavadas conectadas a un tubo con algún tipo de sustancia que supongo que será suero. Ya me ubico: estoy en una habitación del Hospital.

―¡Menos mal! ¡Me habías asustado!

Antonio posa su mano encima de la mía. Está visiblemente afectado y me extraña que esté aquí y no en el instituto, pero supongo que un adulto tendría que acompañarme... ¿Y mi madre?

―Ya hemos avisado a tu madre -me comenta como si estuviera leyendo mi mente -. Está en camino.

―Vale, gracias -digo con voz débil.

―El médico ha dicho que te ha dado una bajada de azúcar y te han hecho un análisis de sangre, pero hablarán con tu madre sobre eso -me informa.

La riqueza del corazón || Alex Hogh Andersen || #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora