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―¿Vienes a tomarte algo? -me pregunta Ruth, cuando me detengo en el banco en el que me está esperando Alex.

―Apúntate, vamos a ir todos -me anima Lucas.

―Después de las clases de canto viene muy bien un cafecito caliente -comenta Laura.

El grupo, a mi derecha, me mira, esperando mi respuesta. Alex, a mi izquierda, sentando en el banco, presta atención a la conversación.

―Muchas gracias, pero ya he quedado con un amigo. Otro día -les prometo.

Mis amigos se marchan, despidiéndose de mí. Después, me siento al lado de Alex, que me mira con una expresión de sorpresa.

―¿Por qué no has ido con ellos?

―Porque había quedado contigo.

―¿Y no prefieres estar con ellos? -me pregunta, inseguro.

Yo soy muy insegura, pero no me gusta que otras personas se sientan así, porque sé lo mal que se pasa. Y me duele ver que Alex se siente así.

―Para nada. Me gusta estar contigo -le aseguro, cogiéndole de la mano y mirándole a los ojos para que compruebe que estoy siendo sincera.

Alex me abraza y me da las gracias susurrándome al oído. Después, cumplimos con la rutina que instalamos desde el primer día que quedé con él.

―¿Qué tal el sábado?

―Muy bien, la verdad. Lo pasé genial. Lucas me obligó a subir al escenario a cantar. ¡Qué risas! -me río, recordando aquella noche -Y la cena estuvo muy rica. Me gustó el restaurante.

Noto que Alex tiene un semblante serio, preocupado. No es el mismo Alex de otros días: alegre, divertido, risueño. Y eso me extraña. Hoy apenas me ha sonreído, sino hubiese sido por el abrazo, pensaría que está mal conmigo.

―Alex, ¿te pasa algo? Te noto raro.

Alex suspira, se echa para atrás su largo pelo negro y me mira, pensando en qué responderme, mientras mis nervios e inquietud crecen a cada segundo. Parece que está debatiendo si decirme la verdad o no por el tiempo que se toma.

―Quiero ser sincero contigo, Chiara -nos giramos, quedándonos frente a frente -. Me siento impotente, porque me gustaría llevarte al cine, a cenar, por ahí... Lo que hacen los jóvenes y ni siquiera puedo.

Alex agacha la cabeza, avergonzado. De repente, se me ocurre una idea. Abro mi bolso y saco de mi cartera un billete de 10€. Después, lo meto en su vaso de plástico que ha dejado encima de la mesa. Alex se da cuenta de lo que he hecho y me mira extrañado. Coge el billete y me lo quiere devolver.

―Es la limosna que te doy -le paro -. Luego, tú haces con ese dinero lo que quieras -le guiño un ojo y él me sonríe, entendiendo mi indirecta -. Para una pizza y unos refrescos nos llega.

―Entonces, ¿te gustaría cenar conmigo el sábado? -me propone Alex, ya animado.

―Sí. Puedo pedirle a mis abuelos que me dejen su merendero. Tienen horno y podemos comprar las pizzas en el supermercado y hacerlas allí.

―¡Eso sería genial!

Sábado

Me miro al espejo para contemplar mi reflejo. Me gusta la imagen que este me devuelve. Simplemente, llevo unos pitillos vaqueros combinados con una camisa blanca y una chaqueta marrón. Mi lema es: «En la simpleza, reside la belleza» y eso lo demuestro todos los días. Me estoy poniendo las botas negras con pequeño tacón cuando Gianluca entra en mi habitación y se sienta a mi lado en la cama.

―Creo que papá quiere coger una de tus pizzas para cenar -me comunica -. Se lo he oído decir a...

Sin dejarle terminar, me levanto y voy corriendo a la cocina, donde mi padre se encuentra mirando el interior de la nevera y dirigiendo su mano hacia la bandeja donde se encuentran mis dos pizzas. Cuando me oye llegar, se detiene.

―¿Piensas cenar una de mis pizzas? -le interrogo, mirándole con rabia.

―Sí. Tienes dos. Con una pizza es suficiente para dos personas -me responde, encogiéndose de hombros.

―Te vas a quedar con las ganas, porque no te la vas a cenar.

Abro la nevera y las saco, para que no se atreva a hacer alguna antes de marcharme. Lo conozco. Como las deje ahí, va a hacer una sin pedirme permiso y sin importarle lo más mínimo.

―Dame una -me exige, dando un paso hacia mí. Hace eso siempre que quiere intimidarme y que termine accediendo a su petición, pero esta vez no lo conseguirá.

―Ya te he dicho que no -me mantengo firme. Puedo descifrar rabia en la mirada de mi padre, aún así no voy a caer -. Si nos sobra, ya te la traeré.

Entro de nuevo de nuevo a mi habitación, mi hermano sigue en el mismo sitio y se ríe cuando me ve aparecer con las dos pizzas. Le respondo encogiéndome de hombros mientras las deposito en mi escritorio.

―¡Qué raro que papá no se haya salido con la suya y se haya quedado con una! -Gianluca niega con la cabeza, sorprendido.

―Todavía no me he ido, puede que me chantajee con no dejarme salir si no le doy una pizza...

―Sería capaz de hacerlo -nos reímos.

Mi padre es capaz de hacer cualquier cosa a cambio de comida. No le importa de quién sea la comida o para qué, tampoco que como siga con su estilo de vida le pasará factura en su salud. Eso le da igual, porque sigue haciendo lo mismo a pesar de las advertencias del médico. Él y la comida son inseparables.

Cuando diviso el merendero de mi abuelo, veo, a lo lejos, a Alex, apoyado en la pared, esperándome. Me alegro de que lo haya encontrado sin problemas y no se haya perdido, ya que soy un poco mala indicando. Va igual vestido que el día de la entrevista, pero con una diferencia: el pelo lo lleva suelto. No voy a mentir: está muy guapo. 

―¡Buenas noches! -me saluda cuando llego a él y nos abrazamos.

Lo noto un poco nervioso, pero no le doy importancia, porque es normal. Es la primera vez que nos vemos fuera de nuestro entorno habitual y eso provoca un poco de nerviosismo en ambos. Le muestro el merendero. No es muy grande, pero tiene espacio suficiente para albergar una mesa de 10 sitios, una pequeña cocina en la esquina con lo suficiente para cocinar ahí, una chimenea, un sofá de dos plazas y un baño. 

―Tenía muchas ganas de este día -me confiesa Alex mientras pongo el horno a calentar. 

―Yo también -asiento, sonriéndole. 

Cuando me dispongo a preparar la mesa, Alex viene rápidamente a ayudarme. Me gusta que se ofrezca a ayudarme, por mínimo que sea el esfuerzo. Una vez que hemos colocado dos vasos, dos platos y unas tijeras, nos sentamos en el pequeño sofá que está al lado de la zona de la cocina.    

―¿Te ha pasado algo? -intuye Alex. Me sorprende su capacidad de descubrir que no me encuentro del todo bien.

―Sí, pero no quiero hablar hoy de eso. Hoy quiero disfrutar de la cena y hablar de cosas que no sean tristes.

―Chiara, si lo que te ha pasado te está afectando, es mejor que lo hablemos. No me importa que hablemos de algo triste, si eso hace que estés mejor. Solo quiero que estés bien.

Sus intensos ojos azules me miran, intimidándome. Aparto mi mirada y agacho la cabeza, reuniendo valor para confesarselo. Ante mi silencio, Alex me gira suavemente la cara, obligándome a mirarle.

―Puedes confiar en mí. Déjame ayudarte con tu problema.

Noto su sinceridad, también su cercanía. Todavía me parece increíble que una persona a la que hace apenas un mes que le conocí, se preocupe tanto por mí. También me parece increíble que no me quede bloqueada con él, como me pasa con otras personas.

Estoy a punto de responder cuando escuchamos el sonido de la puerta abriéndose. Miro a Alex con miedo y extrañeza a la vez porque no espero a nadie más. Y me giro asustada para ver quién es...

La riqueza del corazón || Alex Hogh Andersen || #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora