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Por suerte, el Centro Comercial no está muy lleno de gente, por lo que podremos andar sin tener que esquivar a las personas y sin ganarte empujes inesperados y no intencionados, que es lo que más agobio me produce de este tipo de sitios. De momento, la tarde comienza bien.

―No tengo un estilo definido -me cuenta Álex mientras decidimos en qué tienda entrar -. En el Orfanato me daban la ropa de mi talla que gente amable donaba y, bueno, siempre he llevado ropa donada sin importar si me gustaba o no -concluye, con una mueca de tristeza.

―Ahora puedes elegir tú la ropa que quieres comprarte -le animo -. Ya encontraremos cuál es tu estilo. 

―Primero, quiero algo cómodo para trabajar. Luego ya me compraré algo para fuera del trabajo.

Entramos a Primark. En ella, cogemos varias prendas para que se pruebe y que valen tanto para el trabajo como para la calle. Acertamos en la talla de la ropa y, además, le sienta bien. Al mostrarme la ropa, Álex hace poses divertidas y graciosas, provocando la risa de ambos. Después, nos dirigimos a la caja a pagar.

―Se me hace más raro tener billetes en la cartera -me comenta riendo mientras esperamos en la cola.

Tras pagar, salimos de la tienda y seguimos caminando por el Centro Comercial. Al llegar a la esquina, Álex se percata de que hay un bar que preparan batidos naturales, además de otras consumiciones.

―¿Te apetece un batido? -me propone, señalando con la cabeza al bar.

―Vale. Encima son naturales, más ricos.

―Yo invito -dice con ilusión. 

Álex se pide un batido de fresa mientras yo me lo pido de plátano, mi favorito. Cuando lo pruebo, hago un gesto de placer. ¡Está riquísimo! Álex imita mi gesto al probar su batido y nos reímos.  El bar comienza a llenarse hasta tal punto que toda las mesas están ocupadas y tienen que estar de pie, dejando poco espacio. 

«Si veis que está lleno, ¿por qué no vais a otro sitio?» pienso mientras observo el montón de gente que está de pie. Es algo que nunca entenderé, de verdad. ¿Tanto cuesta?

―¿Te estás agobiando? -Álex me pone su mano encima de la mía.

―Sí. Tanta gente en un espacio cerrado y tan pequeño, me agobia y me incomoda.

―¿Quieres que nos vayamos? -me sugiere -. Me lo bebo rápido y nos vamos.

―Tranquilo. Tengo que aprender a estar en sitios así -hago una mueca -. Con el tiempo, me agobiaré menos, supongo -me encojo de hombros.

―Lo conseguirás -me anima -. Yo lo conseguí. Mis primeros días en la calle estuvieron llenos de agobio e incomodidad cuando veía a todos paseando con buena ropa con comida y yo estaba ahí, esperando a que me dieran limosna y con malas pintas. Luego, tras meses, me acabé acostumbrando -me confiesa con un pelín de tristeza -. El tiempo acaba siendo el mejor profesor.

Al salir del bar, el destino me juega una mala pasada -qué raro, ¿no?- y hace que me choque con Pablo, que está, cómo no, con Luna. Pablo dirige una mirada de desprecio a Álex, que se da cuenta de eso.

―¡Mira qué bien! ¿Le has regalado ropa para que vaya decente -se burla -? ¡Qué buena novia!

Miro a Álex y me doy cuenta de que está enfadado y presiento que se va a liar. Sé cómo es Pablo y como Álex le responda (y es normal que lo haga) de mala manera, le a va, cómo mínimo, a empujarle. Y no quiero que eso pase. Pero, ante mi miedo a una posible pelea en el centro comercial, delante de un montón de personas, la reacción de Álex me sorprende y me alivia:

―Como bien dijo Galileo Galilei: ≪La ignorancia es la madre de la maldad≫ y, bueno, discutir con un ignorantes es igual que discutir con una pared, así que pasó.

Me coge de la mano, los esquivamos y salimos del recinto. Es hora de coger el autobús y volver a casa. Álex me acompaña hasta mi portal, donde nos topamos con mi madre, que también llegaba a casa en ese momento. Es momento de que se conozcan. Se han visto, pero no les había presentado, así que ha llegado el momento.

―¿Por qué no vienes el sábado a cenar a casa? -le propone mi madre.

Álex y yo nos miramos. En su cara puedo ver sorpresa e ilusión. Álex acepta la invitación con una sonrisa. Me alegra que mi madre le haya invitado para conocerle mejor y que él haya aceptado. 

―Entonces nos vemos el sábado. Chiara, te espero en el ascensor.

Se despide de mi novio y nos deja solos para que nos despidamos. 

―Me hace mucha ilusión la cena del sábado -me confiesa con una gran sonrisa.

―A mí también, Álex -le sonrío.

Nos despedimos con un beso y un abrazo y me reúno con mi madre en el ascensor. Mi madre presiona el botón de apertura y las puertas se abren.

―Gracias por invitarle -entramos y ahora soy yo quien presiona el botón del tercer piso.

―Es hora de conocer a tu pareja -le miro extrañada, porque no he contado nada -. Hija, os vi besaron una vez -se ríe y yo agacho la cabeza, un poco avergonzada.

―Mamá, no he dicho nada porque...

―No me importa que sea vagabundo -mi madre interrumpe mi justificación -. Se le ve buena persona y eso es lo que importa.

El ascensor llega al tercer piso y se abren las puertas. Mi madre abre la puerta de casa de sus padres y entramos. Voy a mi habitación hago los deberes del día.

Al día siguiente

El sonido fuerte de la lluvia golpeando la persiana de mi habitación me despierta. Enciendo la luz y me incorporo lentamente para comprobar qué hora es. Quedan 10 minutos para que suene el despertador, por lo que decido levantarme ya. No merece la pena volver a dormir.

Subo la persiana y hago una mueca de fastidio al ver que está lloviendo mucho y que por la calle baja como un río de agua. Me encanta la lluvia y el sonido que hace cuando choca con la persiana, el cristal o el teja, pero odio cuando llueve y tengo que salir de casa. Me da mucha pereza días como estos, preferiría quedarme en casa, pero tengo que ir al instituto. Y lo peor es que me dejé las botas de agua en la casa que, de momento, está ocupando mi padre. 

―Hoy os llevo yo al instituto -nos avisa mi madre mientras desayunamos- y luego iré a visitar al abogado.

Es una buena noticia, ya que no nos calaremos mientras vamos a la marquesina y esperamos al autobús. Sé que el instituto no le pilla de camino, pero prefiere llevarnos ella para que no nos mojemos y caigamos enfermos.

Nada más entrar a clase, busco a Pablo, pero todavía no ha llegado, así que voy a mi pupitre y preparo el material para la primera hora. Cuando veo que entra, voy a su sitio. Ayer no quise contestarle cuando dijo lo que dijo de Álex por cómo podría reaccionar, pero hoy no me voy a quedar callada.

―¡No vuelvas a hablarle así a Álex! -le advierto. Pablo se ríe.

―¿O qué? -me amenaza.

―Ya verás -le respondo -. Solo quédate calladito y yo haré lo mismo.

Nos retamos con la mirada justo cuando el profesor entra en el aula. Le dedico una sonrisa burlona a Pablo y vuelvo a mi sitio.

La riqueza del corazón || Alex Hogh Andersen || #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora