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Aunque mi estado de ánimo no es bueno, acudo al Instituto. No puedo faltar por una situación así. Mi hermano está igual que yo: con los ánimos por los suelos. Aún así, sacamos un poco de fuerza y vamos al instituto. 

Con pesadez y sin ganas, me siento en mi sitio, deseando que las clases sean amenas, pero, ya en la primera hora me dan una mala noticia.

―¡Examen sorpresa! -anuncia el profesor de filosofía. 

«¡MIERDA!».

Abro los ojos, sorprendida. Tanto mis compañeros como yo, estamos igual de sorprendidos. No nos lo esperábamos para nada. El profesor hace caso omiso de las súplicas de mis compañeros para que cambien el examen aunque sea a mañana y reparte folios en blanco para escribir ahí las respuestas.

Ya soy consciente de que voy a suspender. Lo tengo claro. Solo me sé un tema de los tres que entran, así que espero que la mayoría de las preguntas sean de ese tema o que la inspiración esté hoy de mi parte.

Tras apuntar mi nombre y apellidos en el hueco correspondiente, me dispongo a leer las preguntas del examen. Resoplo al ver que solo 3 de las 8 preguntas son del tema que me sé y que el resto de preguntas son un poco rebuscadas.

Termino el examen con la sensación de que voy a suspender. He completado todas las preguntas, pero 4 han sido por inventiva y por lo que recordaba de clase, pero no creo que sea suficiente para aprobar... Mi primer suspenso en este curso, tengo que aceptarlo.

Mientras el profesor termina de recoger sus cosas, descanso la cabeza, apoyada con las manos en la cabeza. Estoy un poco cansada y el examen me ha dejado más aún. 

―¡Buenos días!

La voz de Antonio entrando por la puerta hace que me incorpore. Mi profesor llega a su mesa, que está en frente de mí. Mientras deja su maletín en ella, me mira y me sonríe, dándome ánimos, consciente de mi situación. Y, por primera vez en este día, sonrío.

―Chiara, ¿puedes quedarte un rato? -me pide Antonio tras sonar el timbre para ir al recreo.

Asiento con la cabeza. Antonio cierra la puerta cuando todos los alumnos ya han salido. Después, regresa a su mesa y se apoya en la esquina.

―¿Qué tal va todo? -se interesa.

―Bueno... Ahí va -hago una mueca de tristeza -. Ahora estamos en casa de mis abuelos.

―Ahí estaréis bien -me asegura -. ¿Sabes algo de tu padre?

―Sí, que me culpa del divorcio... Me-me envió unos mensajes muy fuertes y tuve que bloquearle.

Reprimo un sollozo al recordar todos esos mensajes llenos de odio e insultos hacia mi persona. No me merecía tanto desprecio, tan malas palabras, porque no soy la causante del divorcio. Ayer lloré hasta desgastar todas las lágrimas de mi cuerpo. No había modo de alguno de parar de llorar, ni siquiera con el apoyo de mi hermano y de mi madre. Me dolió -y me sigue doliendo- leer esos mensajes de mi padre.

―Sabes que tú no eres la culpable, ¿no? -afirmo con la cabeza -. Alguna vez abrirá los ojos y verá la realidad y se arrepentirá de todo lo que ha hecho.

―¡Qué dios te oiga! -niego con la cabeza.

―Toma -saca una tarjeta de su bolsillo y me la entrega -, es mi número de móvil. Si necesitas hablar o cualquier cosa, no dudes en llamarme.

―Gracias -le sonrío y guardo la tarjeta en el bolsillo pequeño de mi mochila.

Después, voy a mi banco a almorzar una manzana. Pero, a los pocos minutos, suena el timbre para regresar a clase. En el camino, Luna se coloca a mi derecha y Pablo a mi izquierda. ¿Qué querrán ahora?

La riqueza del corazón || Alex Hogh Andersen || #Wattys2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora