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El agente Harry Styles estaba a punto de empezar unas vacaciones largamente aplazadas. Durante los tres últimos años no se había tomando ningún tiempo libre, y tal circunstancia se estaba empezando a notar en su actitud... o, al menos, eso había dicho su superior, el doctor Peter Morganstern, cuando le había ordenado que se cogiera un permiso de un mes. También le había dicho que estaba empezado a mostrarse un poco demasiado indiferente y cínico, y, en el fondo, Harry se temía que tal vez tuviera razón.

Morganstern siempre decía las cosas como eran. Harry lo admiraba y respetaba como a su propio padre, así que rara vez discutía con él. Su jefe era tan firme como una roca, y no habría durado más de dos semanas en la Agencia si hubiera dejado que sus emociones controlaran sus actos. De tener algún defecto, ése sería su exasperante habilidad para mantener la calma casi hasta la catatonia. Al hombre no había nada que lo perturbara.

Los doce agentes cuidadosamente seleccionados que estaban bajo su mando directo lo llamaban —a sus espaldas, claro— Prozac Pete, aunque él estaba al tanto del apodo y no le molestaba. En realidad, se rumoreaba que la primera vez que lo oyó se había reído, y ésa era otra de las razones de que se llevara tan bien con sus agentes. Había sido capaz de conservar el sentido del humor, un hecho nada despreciable si se consideraba la sección que dirigía. Su idea de perder la calma consistía en tener que repetirse, aunque, para ser sinceros, su áspera voz de fumador inveterado nunca se elevaba ni un decibelio. Diablos, quizá los demás agentes tuvieran razón y en realidad tuviera Prozac en lugar de sangre.

Una cosa era verdad: sus superiores sabían apreciar un tesoro, y en los catorce años que llevaba en el FBI, Morganstern había sido ascendido en seis ocasiones. Sin embargo, jamás se dormía en los laureles. Cuando fue nombrado jefe de la división de objetos perdidos, se consagró a formar un equipo altamente eficaz en la localización y rescate de personas desaparecidas. Y una vez que lo consiguió, dirigió su empeño hacia un objetivo más concreto. Quiso crear una unidad especializada dedicada a los casos más difíciles de niños perdidos y secuestrados. Tras elaborar un informe justificando la necesidad de esta nueva unidad, invirtió una considerable cantidad de tiempo en conspirar para conseguirla. Cada vez que tenía ocasión, agitaba su tesis de doscientas treinta y tres páginas ante las narices del director.

Al final, su obstinada determinación obtuvo recompensa, y en aquel momento dirigía dicha unidad de élite. Se le había permitido reclutar a sus propios hombres, una pandilla variopinta de muy diversas procedencias. Todos habían tenido que pasar primero por el programa de entrenamiento de la academia en Quántico, tras lo cual habían sido enviados a Morganstern para seguir un entrenamiento y unas pruebas especiales. Fueron pocos los que consiguieron superar el agotador programa, pero los que lo lograron eran excepcionales. Se había oído a Morganstern decir al director que estaba absolutamente convencido de tener a la flor y nata de la promoción trabajando para él y que, en el plazo de un año, demostraría a todos los escépticos que tenía razón. Luego, traspasó las riendas de los objetos perdidos a su ayudante, Frank O'Leary, y se hizo a un lado dentro del departamento para dedicar su tiempo y energía a este grupo tan especializado.

Su equipo era único. Cada hombre poseía unas habilidades inusitadas para la localización de niños desaparecidos. Los doce hombres eran cazadores que trabajaban siempre contrarreloj con un único objetivo sagrado: encontrar y proteger antes de que fuera demasiado tarde. Eran los mejores paladines de los niños y la última línea de defensa contra los hombres del saco que acechaban en la oscuridad.

La tensión del trabajo habría abocado al hombre medio a un ataque cardíaco, pero en aquellos hombres no había nada de mediocridad. Ninguno de ellos se ajustaba al perfil del típico agente del FBI, pero Morganstern tampoco se ajustaba al del jefe típico. Y no había tardado mucho en demostrar que era más que capaz de dirigir un grupo tan ecléctico. El resto de los departamentos llamaban a sus agentes los Apóstoles, sin duda debido a que eran doce, aunque a Morganstern no le gustaba el apodo porque, como su jefe, implicaba toda una serie de cosas sobre su persona a las que, posiblemente, no podría hacer honor. Su humildad era otra de las razones de que fuera tan respetado. Sus agentes también apreciaban la circunstancia de que no fuera un jefe que se ajustara al manual. Los animaba a que hicieran su trabajo, dándoles más o menos carta blanca, y siempre que lo necesitaban ahí estaba él para apoyarlos. En muchos aspectos, era el mejor paladín de sus hombres.
Sin duda no había nadie en la Agencia más entregado o cualificado, puesto que Morganstern era psiquiatra colegiado, lo que quizás explicaba su afición a mantener ocasionales charlas íntimas con cada uno de sus agentes. Haciéndolos sentar y metiéndose en sus cabezas, justificaba el tiempo y el dinero invertidos en su educación en Harvard. Era el único capricho que tenían que aguantar los agentes y que todos odiaban por igual.

Rompere tu ❤ (01)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora