La espera la estaba poniendo histérica. Cuando se trataba de la salud de su hermano, a ____ le resultaba imposible ser paciente, y sentarse junto al teléfono a esperar que la llamara con los resultados de los análisis de sangre exigía más resistencia de la que tenía. Tommy siempre la llamaba el viernes por la noche entre las siete y las nueve, pero esta vez no la había llamado, y la preocupación no hizo más que crecer con la espera.
Para el sábado por la tarde ya se había convencido de que las noticias no eran buenas, y cuando tras dar las seis Tommy siguió sin llamar, se metió en el coche y se fue. Sabía que su hermano se enfadaría con ella por seguirlo a Kansas City, pero mientras se dirigía a Des Moines se le ocurrió una buena mentira que contarle. Le recordaría que, dada su formación en historia del arte, la tentación de ir a ver la exposición temporal de Degas en el museo Nelson Atkins de Kansas City resultaba sencillamente irresistible. Había salido una reseña de la exposición en la Holy Oaks Gazette, y sabía que Tommy la había leído. De acuerdo, ya había visto la exposición en Chicago, varias veces de hecho, cuando estaba trabajando allí en la galería de arte, pero a lo mejor Tommy no se acordaba. Además, no había ninguna ley que impidiera ver más de una vez las maravillosas bailarinas de Degas, ¿verdad? Pues claro que no.
No podía decirle la verdad a Tommy, aun cuando los dos sabían de qué se trataba, de que cada vez que él iba a hacerse las pruebas trimestrales al centro medico, el pánico la consumía. Le aterraba pensar que en esa ocasión los resultados no fueran a ser buenos y que el cáncer, al igual que un oso que hibernara, se volviera a despertar. ¡Por todos los demonios!, Tommy siempre recibía los resultados de los análisis de sangre previos los viernes por la noche. ¿Por qué no la había llamado? La incertidumbre le estaba destrozando los nervios. Se sentía tan asustada que vomitó. Antes de marcharse de Holy Oaks, había llamado a la rectoría y había hablado con monseñor McKindry sin que le importara comportarse como una madraza neurótica. Monseñor tenía una voz dulce y amable, pero las noticias no habían sido buenas. Tommy, le explicó, había regresado del hospital; y no, le dijo, a los doctores no les habían gustado los análisis previos. ____ sabía lo que significaba aquello: su hermano iba a tener que padecer otra brutal serie de sesiones de quimioterapia.
En esta ocasión, no iba a dejar que pasara por aquel trance sin tener a la familia a su lado. Familia... él era la única familia que tenía. Después de la muerte de sus padres, ella y su hermano, a la sazón unos niños, se habían visto obligados a crecer en lados opuestos del océano. Se habían perdido tanto a lo largo de los años... Pero las cosas eran distintas en ese momento; eran adultos, capaces de hacer sus propias elecciones, y eso significaba que podían estar uno al lado del otro cuando las cosas vinieran mal dadas.
La luz del alternador se encendió nada más salir del pueblo de Haverton. La estación de servicio estaba cerrada, y acabó pasando la noche en un modesto motel cercano. Antes de partir a la mañana siguiente, pasó por la oficina del motel para hacerse con un mapa de Kansas City. El recepcionista le indicó cómo podía llegar al Fairmont, que, según le informó, estaba cerca del museo de arte.
Sin embargo, se perdió. Se confundió de salida de la I-435 y acabó demasiado al sur de la carretera que circunvalaba el descontrolado crecimiento de la ciudad. Agarró el empapado mapa sobre el que había derramado una Diet Coke sin querer, y se detuvo en una estación de servicio a preguntar.
Una vez se orientó, no le resultó nada difícil llegar al hotel. Siguió la calle señalada como State Line y se dirigió hacia el norte.
Tommy le había dicho que Kansas City era una ciudad bonita y limpia, pero su descripción no le hacía justicia. La verdad es que era encantadora. Las calles estaban flanqueadas por unas bien cuidadas extensiones de césped y casas antiguas de dos plantas llenas de flores. De acuerdo con las indicaciones del empleado de la gasolinera, tomó Ward Parkway, la calle que, según le había asegurado, la llevaría directamente hasta la entrada principal del Fairmont. El bulevar estaba divido por unas anchas medianas con césped, y por dos veces pasó junto a varios grupos de adolescentes que jugaban allí al fútbol y al rugby, indiferentes al calor opresivo y a la humedad agobiante.