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Aquello era lo más cerca que había estado ____ alguna vez de tener una sesión con un psiquiatra. En Holy Oaks no había ninguno. Había, sin embargo, unos cuantos conocidos que podían haberse beneficiado de un par de largas charlas con un médico «de la cabeza». De inmediato, le vino a la memoria Emma May Brie —como el queso—. Era la perfecta candidata para una terapia. Allí donde fuera, la dulce aunque extraña mujer utilizaba como sombrero, lloviera o luciera el sol, un gorro de baño azul adornado con unas margaritas blancas. Sólo se lo quitaba durante una hora los martes por la mañana cuando iba a peinarse a La Magia de Madge, el salón de belleza local que garantizaba el «volumen» a todas sus clientas. Emma May no era la excepción Cuando salía del salón, su ralo pelo gris tenía, por supuesto, el doble de su tamaño habitual; pero sólo hasta que se ponía su gorro de margaritas y lo aplastaba por completo.

Había otros residentes que también podrían utilizar los servicios de un buen psiquiatra, pero el hecho era que si el renombrado doctor Morganstern decidía dedicarse a la práctica privada y abrir una consulta en Main Street nadie iría jamás a visitarlo. No podía ser, y punto. Esos problemas no se discutían jamás con los extraños, y si alguien que era considerado un poquito raro tenía una de sus «temporadas», sencillamente se lo evitaba.

¿De qué estaría hablando Pete tanto rato? Le había pedido que lo esperase en el comedor, pero eso había sido hacía diez minutos por lo menos, y estaba tan intranquila que no podía quedarse quieta. Justo cuando estaba punto de decidir volver a bajar y terminar de ordenar la colada, se abrió la puerta de vaivén de la cocina.

—Siento haberte hecho esperar —le dijo Pete mientras entraba—, pero monseñor y yo nos pusimos a hablar y no quise interrumpirle una anécdota sobre uno de los parroquianos.

Cerró la doble puerta que conducía al pasillo para garantizar la intimidad.

Aunque ella había pedido la reunión, de repente empezó a temerla, porque sabía lo que quería pedirle, y a una parte de ella le preocupaba muchísimo que Morganstern estuviera de acuerdo.

—Aquí estamos —comentó mientras se sentaba.

____ parecía no poder sosegarse y golpeaba el suelo de madera con el pie con tanta energía que hacía vibrar la mesa con la rodilla. Cuando se dio cuenta de lo revelador que resultaba aquello acerca de su estado mental, se obligó a parar. Incapaz de relajarse, se sentó con la espalda recta, tiesa como un muerto, en la incómoda silla que se quejaba con un crujido cada vez que se movía.

La luz del sol se filtraba, fragmentada, a través de las anticuadas cortinas de encaje victorianas, y el aire olía levemente a manzanas demasiado maduras. En mitad de la mesa había un gran frutero oriental lleno de fruta.

Pete no dio ninguna señal de tener prisa. Inició la conversación preguntándole cómo lo estaba afrontando.

—Lo llevo bien. —¿Podía darse cuenta de que estaba mintiendo?

Tras la respuesta se produjo un silencio. Morganstern siguió esperando pacientemente a que ____ ordenara sus ideas y le dijera qué le rondaba por la cabeza. Ella se sentía como una idiota por lo mucho que le estaba costando hablar. Lo que hacía media hora le había parecido un plan absolutamente sensato, en ese momento se le antojó sin pies ni cabeza.

—¿Ha esquiado alguna vez?

Si a Pete le sorprendió la pregunta, no lo dejó traslucir.

—No, de hecho, no. Aunque siempre he querido probarlo. ¿Y tú?

—Sí, esquiaba a todas horas. El colegio en el que me eduqué estaba rodeado de montañas.

—Fuiste a un internado en Suiza, ¿verdad?

Rompere tu ❤ (01)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora