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Algunas cosas de la vida eran, sencillamente, demasiado buenas para pasarlas por alto. Igual que un vaso de limonada helada en un día húmedo y tórrido. O una dama en apuros parada en la cuneta de la carretera, mendigando sólo un poco de atención. Aunque ésta no había sido una dama, y había acabado sintiendo un poco de lástima por haber desperdiciado en ella tanto de su valioso tiempo.

Sin embargo, había hecho un buen uso de la cinta, ¿no era así? Al fin y a la postre, quizá su valioso tiempo no hubiera sido desperdiciado del todo. Por Dios que habían recibido su mensaje alto y claro. Rompecorazones era un hombre de palabra.

Se preguntó cuánto tardarían en encontrarla. Demonios, excepto los datos postales, les había dado todo. Pobre, pobre Tiffany. Estalló en carcajadas; no podía evitarlo. La puta jamás había llegado a utilizar el móvil nuevo que le había agitado ante las narices. Aunque él sí lo había usado, para llamar a su corazoncito, y había mantenido la llamada el tiempo suficiente para que las mulas adivinaran a nombre de quién estaba al teléfono.

Le había proporcionado lo que consideraba un entierro digno; una tumba poco profunda cerca de la carretera. Los matorrales que rodeaban el barranco obstaculizaban la vista. Al final, las mulas la encontrarían, y con un vistazo sabrían qué clase de mujer había sido.

Le rompió el corazón y se lo robó. Ese acto espontáneo le preocupó durante un par de minutos, pero luego se dio cuenta de lo cuidadoso que había sido al no manchar la furgoneta con una sola gota. Aquellas increíbles bolsas Ziploc eran realmente útiles, tal y como alardeaba la publicidad. A ver si se acordaba de enviar una nota de felicitación al fabricante.

Inmundicia. Eso es lo que había sido la chica. Pura inmundicia. Y ésa era la razón de que no hubiera conservado el recuerdo. No quería recordarla, así que lo había tirado por ahí.

Por lo general, siempre que encontraba una candidata digna consideraba la idea de conservarla y entrenarla, pero pudo ver claramente a primera vista que ésta ya había sido usada, y la descartó de inmediato. La sustituía tenía que ser pura e inocente, limpia y adorable. Ah, sí, sería adorable, o de lo contrario una relación duradera jamás, jamás funcionaría. No, señor.

Lo había hecho antes y podía volver a hacerlo.

Le embargó un repentino estallido de ira salvaje que le asustó. Se dio cuenta de la fuerza con que estaba agarrando el volante y se obligó a relajarse. Todo su tiempo y esfuerzos desperdiciados. ¡Desperdiciados! Había creado a la compañera perfecta, y su muerte le había causado un gran dolor.

No le entusiasmaba la tarea de encontrar e instruir a una sustituía, pero no podía demorarla por mucho más tiempo. No, tendría que empezar enseguida, lo cual significaba hora tras hora de cuidadosa y meticulosa planificación. Tendría que considerar cada detalle, cada aspecto insignificante. E investigar. Implicaba mucha investigación. Tendría que saberlo todo sobre ella. ¡Todo! Quiénes eran sus parientes y amigos, quién la echaría de menos y a quién le importaría un comino. Luego, tendría que aislarla, alienarla y, cuando finalmente la poseyera, empezaría el autentico trabajo. La mantendría encerrada. Empezaría el lento y agonizante proceso de instrucción, día sí y día también de interminable instrucción. Sería cruel e implacable hasta que ella se convirtiera exactamente en lo que él quería. Habría dolor, mucho dolor, pero llegaría a comprenderlo y perdonarlo en cuanto la degradara y la convirtiera en pareja perfecta. ¿Por qué? Porque lo adoraría.

La ira no lo dejaba en paz. La cólera crecía sin cesar, royéndole las entrañas como gusanos hambrientos. No podía perder el control, no en ese momento. Respiró hondo y se obligó a pensar en algo agradable.

La pequeña Tiffy había sido tan fácil como parecía. Ni el menor desafío. Ni siquiera había tenido que camelársela para que entrara en la furgoneta. No, sin más preámbulos se había acercado pavoneándose hasta la puerta y subido apresuradamente a la furgoneta, con la ceñida faldita por encima de la entrepierna, para que él viera que no llevaba bragas. Ni un ápice de pudor. Sólo Dios sabía la de enfermedades que llevaría encima. Había tenido que lavarse tres veces para librarse de su fetidez.

Tomó nota mental para decirles a sus colegas de Internet que matar putas no era tan bueno como lo pintaban.

La chica había proferido blasfemias y obscenidades como si eso fuera a servirle para escapar. No, señor. Matarla había sido un placer, pero no le había proporcionado el subidón del que tantas ganas tenía esos días. Sabía la razón, claro. La chica no era limpia.

«Oh, chica de los ojos verdes no salgas a jugar...»

Ah, cómo odiaba tener que empezar todo de nuevo. ¡Cuánto tiempo! ¡Menudo trabajo!

«Tranquilo, tranquilo —musitó—. Ya lo has hecho antes y lo puedes hacer de nuevo.»

No era un proyecto para el que estuviera preparado aún. Si algo había aprendido en el curso de los años era que había que terminar un trabajo antes de empezar otro.

La salida de la I-35 que llevaba hasta Holy Oaks surgió un poco más adelante. Como conductor ejemplar, puso el intermitente y redujo la velocidad.

«Oh, chica de los ojos verdes, te vengo a buscar, a buscar, a buscar...»

Tenía un nombre secreto para Holy Oaks. Lo llamaba el «asunto inacabado».

Rompere tu ❤ (01)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora