¡Qué rato más delicioso había pasado jugando con el cura! Realmente delicioso. La verdad era que no había esperado que resultara tan divertido, porque, por lo aprendido en experiencias anteriores, a veces los preparativos —la fase de planificación de su programa, como le gustaba llamarlo— resultaban ser bastante más gratificantes que el acontecimiento real. Como cuando era niño y levantaba su fuerte en el patio trasero. El verdadero placer residía en la expectativa de lo que iba a hacer en el aislamiento de su capullo, donde nadie podía espiarlo. Ah, se pasaba horas y horas haciendo preparativos, un castorcito atareado que afilaba los cuchillos y tijeras de la cocina y preparaba con meticulosidad las tumbas para los animales que había atrapado y enjaulado. Pero las muertes siempre resultaban decepcionantes. Lo poco que gritaban los animales siempre le dejaba insatisfecho. En cambio, en este caso, el bueno de Tommy no le había decepcionado. No, no, en absoluto se sentía descontento con el sacerdote.
Mientras avanzaba por la carretera, volvió a recordar una y otra vez la conversación, hasta que acabó riéndose a mandíbula batiente y empezó a llorar a lágrima viva. No había nadie alrededor, así que podía ser tan ruidoso y estentóreo como le viniera en gana, aunque bueno, ahora que lo pensaba, esos días podía hacer lo que quisiera, a cualquier hora, en cualquier lugar, siempre y cuando tuviera cuidado. Sólo tienes que pedir por esa boquita, mi pequeña y preciosa Millicent. Ah, no, no puedes hacerlo. No, señor.
Los gritos atormentados del padre Tom cuando se dio cuenta de que la siguiente víctima no era otra que su preciosa hermana no dejaban de resonar en su cabeza. «¿Mi ____?», había gritado el cura.
«¿Mi ____?» Inestimable. Verdaderamente inestimable.
Había sido una pena que hubiera tenido que marcharse de forma tan precipitada. Habría disfrutado atormentando a Tommy un poco más, pero, sencillamente, no había habido tiempo por culpa de todos aquellos minutos perdidos con la tontería de que no podía contarle a nadie lo que le había dicho en el confesionario, incluso después de que él le hubiera dado permiso. Dios mío, le había ordenado que lo dijera. Aunque para el sacerdote no había ninguna diferencia. No, señor, no la había. Bueno, estaba enterado de las preciadas reglas que regulaban los sacramentos de la Iglesia —siempre hacía sus deberes—, pero había juzgado mal a Tommy, porque no había contado con que fuera tan celoso de su observancia. ¿Quién hubiera pensado que sería tan tozudo, cuando levantar la liebre le ahorraría tener que esconder a su hermana? ¿Quién lo hubiera pensado? Un sacerdote que no estaba moralmente corrompido. Caramba, ah, caramba, había resultado ser todo un dilema. De haber sido un hombre normal, sus planes habrían fracasado y tendría que volver a empezar. Pero no era ordinario. No, no, claro que no. Era brillante y, por tanto, había previsto todas las posibilidades. Había estado a punto de espetarle, allí mismo, en el confesionario, que estaba grabando la conversación, pero finalmente decidió dar una sorpresa a Tommy. Aunque había confiado en no tener que compartir la cinta, todavía no, en cualquier caso. Pasaría a incrementar su impresionante y, sin duda, ecléctica colección. La cinta de Millie estaba a punto de desgastarse. Algunos insomnes escuchaban los relajantes sonidos del océano o de la lluvia suave cuando se iban a la cama; él, la suave voz de Millie.
El sacerdote no le había dejado otra salida con aquella estúpida regla de la confesión, y la única manera de sortearla había sido que él mismo rompiera la regla, dejando que la policía tuviera una copia de la cinta. Siempre anticipándose, eso era imprescindible. Un rápido viaje al Super Sid para comprar un paquete de tres cintas vírgenes, un par de sobres manila y había resuelto el problema.
No iba a permitir que nadie ni nada interfiriera en su programa, razón por a cual siempre tenía un plan de actuación alternativo en la cabeza. Anticiparse y responder. Ésa era la clave.
Dejó escapar un sonoro bostezo. Había que preparar tantas cosas, y como era meticuloso hasta la exageración en todo lo que hacía, necesitaba cada minuto de las dos próximas semanas para preparar su especial celebración del Cuatro de Julio.
Prometía ser... explosiva.
Gracias a su servicial amiga, Internet, en ese momento se dirigía a San Luis. Era un invento maravilloso. El cómplice perfecto. Nunca gemía ni se quejaba ni lloraba ni exigía. Y no tenía que perder un tiempo precioso entrenándola. Era como una puta bien pagada, que le daba todo lo que quería cuando quería. Sin preguntas.
¿Quién habría imaginado que fuera tan fácil aprender a fabricarse uno sus propias bombas en tres sencillos pasos que hasta un niño con una inteligencia media podría seguir, y con ilustraciones en color para ayudar a los torpes? Si uno tenía dinero —y él lo tenía— podía encargar detonadores más sofisticados —que es lo que había hecho— y preciosos equipos de «realce» que convertían pequeñas detonaciones que cosquilleaban en los oídos en explosiones que los hacían sangrar, y además con la garantía de la devolución del dinero si no conseguían hacer volar una manzana de viviendas. No tenía ningún deseo de encontrar componentes nucleares, pero tenía la sensación de que si dedicaba el tiempo necesario a buscar en las salas de chateo clandestinas y llegaba a simpatizar de verdad con aquellos estúpidos anarquistas entregados a la causa, encontraría de todo excepto plutonio. Las armas tampoco eran un problema, siempre y cuando supieras dónde tenías que pinchar. Y por supuesto, él lo sabía. Sí, lo sabía.
Aunque había comprado un montón de pequeños adminículos de lo más interesante a través de Internet, no había encargado los explosivos porque sabía que las mulas podían estar vigilando las visitas. Sin embargo, había conseguido la conexión que necesitaba de uno de sus colegas, que le había puesto en contacto con un vendedor ilegal que operaba desde el Medio Oeste, y ésa era la razón de que en ese momento se dirigiera como si tal cosa por la I-70 con su lista de la compra en el bolsillo.
Localizó un área de servicio al borde la carretera un poco más adelante pensó en parar para poder sacar la copia de la cinta de la parte de atrás de la furgoneta. Quería volver a escuchar la voz del sacerdote, pero entonces vio el coche de policía aparcado y cambió de idea de inmediato.
Lo más probable era que las mulas ya estuvieran escuchando la cinta mientras tomaban copiosas notas. Aunque no les iba a servir de nada. No eran tan listos como él. No sacarían nada de su voz, excepto quizá su región de procedencia, ¿y a quién le importaba eso? Jamás descubrirían su juego hasta que éste acabara y él hubiera ganado.
Sabía cómo lo estarían llamando las mulas. El sudes. Le gustaba cómo sonaba y decidió que Sujeto Desconocido era el mejor de los apodos que jamás le habían puesto. Le atraía su simplicidad, supuso. Al usar la palabra «desconocido», las mulas —el apodo que les había puesto a los agentes del FBI— estaban admitiendo lo ineptos e incompetentes que eran, y en su estupidez e ignorancia había algo honesto y puro. En realidad, las mulas sabían que eran unas mulas. Qué placer.
—«¿Ya nos hemos divertido?» —gritó, mientras avanzaba por la carretera. Y se volvió a reír—. Bueno, sí que nos hemos divertido. —Y, riéndose entre dientes, añadió—: Sí, señor.