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En el confesionario hacía un calor de mil demonios. Una gruesa cortina negra, que el tiempo y la desidia habían cubierto de polvo, ocupaba la estrecha abertura que discurría desde el techo del cajón hasta el agrietado suelo de madera noble, impidiendo la entrada de la luz y el aire.

Era como estar en el interior de un ataúd que alguien hubiera dejado por distracción apoyado en la pared, y el padre Thomas Madden dio gracias a Dios por no padecer claustrofobia, aunque estaba deprimiéndose a marchas forzadas. El aire era denso y apestaba a moho, lo que hacía que su respiración fuera tan dificultosa como cuando, siendo defensa en Penn State, tenía que correr aquel último metro hasta los postes con la pelota bien sujeta debajo del brazo. Entonces no le había importado el dolor de pulmones y, sin duda, no le importaba en ese momento. Sólo eran gajes del oficio.

Los viejos curas le habrían dicho que ofreciera su malestar a Dios por las pobres almas del purgatorio; Tom no consideraba que hubiera nada malo en hacerlo, aun cuando no acabara de entender de qué manera su sufrimiento iba a aliviar el de nadie más.

Cambió de postura, moviéndose con inquietud sobre la dura silla de roble como un chaval del coro en un ensayo dominical.

Notaba cómo le chorreaba el sudor por ambos lados de la cara y por el cuello antes de colarse por la sotana. La larga sotana negra estaba empapada a causa de la transpiración, y el padre dudaba de que quedara el más mínimo rastro de aroma del jabón Irish Spring con el que se había duchado esa mañana.

En el exterior, a la sombra del porche, en donde el termostato colgaba de un clavo en el muro de piedra encalado, la temperatura oscilaba entre los treinta y cuatro grados y medio y los treinta y cinco. La humedad hacía tan opresivo el calor que las almas desventuradas que se veían obligadas a abandonar sus hogares refrigerados y a aventurarse al exterior lo hacían arrastrando los pies y de mal humor.

Era un día malísimo para que el compresor hubiera pasado a mejor vida. En la iglesia había ventanas, por supuesto, pero las que hubieran podido abrirse hacía tiempo que se habían sellado en un inútil intento de impedir la entrada a los gamberros; las otras dos estaban en lo más alto del abovedado techo dorado. Eran unas vidrieras de colores que representaban a los arcángeles Gabriel y Miguel empuñando sendas espadas flamígeras. Gabriel miraba hacia el cielo con expresión beatífica, mientras que Miguel observaba con cara de pocos amigos a las serpientes que mantenía inmovilizadas bajo los pies descalzos. La feligresía consideraba que los vitrales eran unas obras de arte inestimables que movían a la oración, pero eran inútiles para combatir el calor. Su inclusión se había debido a motivos decorativos, no de ventilación.

Tom era un hombre grande y fornido, con un cuello de cuarenta y cuatro centímetros reliquia de sus días de gloria, aunque aquejado de una piel tan sensible como la de un bebé. El calor le estaba produciendo un irritante sarpullido. Se subió la sotana hasta los muslos, dejando a la vista los alegres calzoncillos con pernera de color amarillo y negro que le había regalado su hermana, ____, se quitó con sendos puntapiés las chancletas de suela de caucho de Wal-Mart salpicadas de pintura y se metió un chicle Dubble Bubble en la boca.

Había ido a parar a la sauna aquella por un acto de compasión. Mientras esperaba los resultados de las pruebas que determinarían si necesitaba otra serie de sesiones de quimioterapia en el Clínico de la Universidad de Kansas, era el invitado de monseñor McKindry, párroco de la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia. La parroquia estaba varios cientos de kilómetros al sur de Holy Oaks, Iowa, donde estaba destinado Tom, y el barrio en la que se enclavaba había sido definido oficialmente por un antiguo grupo de trabajo municipal como territorio de bandas. Monseñor siempre confesaba los sábados por la tarde, pero, debido al calor achicharrante, su avanzada edad, la avería del aire acondicionado y ciertos problemas de agenda —el párroco andaba atareado en la preparación de una reunión con dos amigos de su época de seminarista en la abadía de la Asunción—, Tom se había ofrecido a realizar la labor. Había supuesto que se sentaría cara a cara con el penitente en un cuarto con un par de ventanas abiertas para que entrara el aire fresco. Sin embargo, McKindry se sometía a las preferencias de sus fieles parroquianos, que se aferraban con tozudez a la manera tradicional de escuchar la confesión, algo de lo que Tom sólo se enteró después de ofrecer sus servicios y de que Lewis, el encargado del mantenimiento de la parroquia, le hubiera conducido hasta el horno en el que se sentaría durante los siguientes noventa minutos.

Rompere tu ❤ (01)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora