12• Ayúdame a ver la luz.

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El último aliento que libero, se desprende con la misma facilidad con la que mis ojos observan todo su correcto y centrado comportamiento al asentir genuinamente y llevarse el cristal a sus labios. Emana elegancia, vistiendo traje, pantalón negro de vestir y un saco que hace juego, que deja apenas ver el cuello de su camisa blanca. Con el libro en la mano, la imagen me lleva a un recuerdo remoto, una mañana de Corea en la que me desperté en su casa, y al bajar hacia la cocina, me encontré con él, distraído con un libro, tomando café. Siendo la imagen de esta memoria, la que me acaricia el alma cada vez que paso por alguna cafetería, disfrutando de un aroma que me transporta a un momento de mi vida en el que todo estaba bien.

Y por más que, ahora, la sensación sea agradable, la escena delante de mí un deleite visual y la confusión tan enorme que me impulsa a querer ir a su encuentro y preguntar qué demonios está haciendo aquí, el ambiente es más que lo contrario, y no sé si tengo más miedo de saber o si de seguir con la duda para siempre.

Jinyoung ojea su libro con delicadeza, leyendo las líneas de un libro que aparenta ser el que me había regalado en su momento, logrando implantarme la duda de, en caso que sea, cómo lo consiguió, si estaba en mi cuarto de la universidad.

Pero el tiempo corre, el hedor de este lugar invade mis fosas nasales, y aunque parece haber gente de bien, distraída entre sus cosas, no deja de ser un bar de mala muerte. Es evidente que no se trata de un lindo restaurante para venir en familia. Y no puedo dejarme convencer por algún que otro cliente con cara inocente... nunca olvidaré a Bambam.

Me deslizo por la banqueta hasta que mis pies toquen el suelo, descubriendo que mis piernas tiemblan y mis pupilas no se despegan de la imagen de Jinyoung, pero hago mi mejor esfuerzo, así que cuando me estoy sana y salva sobre el mármol, volteo rápidamente para que él no me descubra y encaminarme a la salida, sin embargo, los planes del dios o energías a las que le he rezado, parecen tener planes diferentes para mí, porque frente a mí se extiende una sonrisa traviesa y nada agradable de parte del corpulento hombre que no se atrevió a quitarme sus ojos de encima desde que atravesé la puerta, descubriendo ahora que su rostro denota unos fulminantes cincuenta años, tal vez un poco más. Un rostro que por más que sonría, no es nada agradable. Trago saliva, quedándome paralizada por su deseo acechante que se contiene tanto que parece que explotará en cualquier segundo. Y su aliento me estampa en la cara cuando pronuncia:

—¿Ya te vas, bomboncito?

No respondo. Calmándome a mí misma, visualizo la salida y doy un paso hacia la izquierda, pero él me imita, y correr es una opción estúpida, porque este ser, que cuadriplica mi tamaño, no tardará en agarrarme como un pequeño ratón de alcantarilla.

—¿No encontraste lo que buscabas? —insiste.

Es entonces cuando mi corazón late frenéticamente, inundando mi cuerpo de miedo a tal punto que desbordará en forma de lágrimas por mis ojos, cuando veo por el rabillo del ojo como una nueva presencia se acomoda detrás de mí, acorralándome entre ambos. Sin borrar la sonrisa, el tipo robusto observa a quien se ha acercado, dedicándole una expresión indiferente, llena de arrogancia.

—Está conmigo —articula esa persona.

Mi ceño apenas se frunce, intentando reconocer aquella voz que se hace demasiado conocida para mis oídos.

Mi acechador enarca una ceja.

—Ah, ¿sí? —desafía.

—Sí. Así que ya puedes ir alejándote de ella.

—Ten más cuidado en dónde dejas a tus presas, socio —responde, prepotente—. Alguien podría no dudar en arrebatártelas.

—Y yo no dudaré en hacer lo necesario para conseguirlas de vuelta —anuncia con seguridad—. No hay tal cerdo que no muera con un par de disparos.

Las reglas de un corazón roto. #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora