13• Recuérdame quién soy.

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Me revuelvo incómoda sobre un colchón que está terriblemente duro y frunzo el ceño aún con los ojos cerrados. Tengo frío y busco taparme con el acolchado, pero al estirar mi brazo y palpar hacia todos lados, no hay nada que pueda agarrar. ¿Qué mierda?

Así que abro los ojos.

La luz blanca y pura dificulta que me pueda acostumbrar con más facilidad a la claridad de la habitación de hospital en la que me encuentro. Rápidamente encuentro una aguja incrustada en la vena de mi mano, conectando con el suero que cuelga a mi lado. Me reincorporo para sentarme, encontrando que en mi mano derecha tengo un pequeño algodón con adhesivo, y por mera curiosidad me lo levanto para ver qué ha ocurrido. Solo es una pequeña herida de aguja también, ¿un intento fallido por colocarme el suero allí primero?

También tengo una pulsera color blanco que contiene alguno de mis datos personales.

Me separa del resto de la habitación una cortina que parece mantener privacidad entre la otra camilla vacía y la mía. Inspecciono el lugar con la mirada, preguntándome si puedo pararme para ir a buscar explicaciones de dónde estoy, pero en seguida atraviesa la puerta una mujer de unos cuarenta y tantos, con cabellera rubia, con una planilla entre sus manos, a la cual revisa con concentración hasta que decide echarme un vistazo.

—Despertaste —sonríe—. ¿Cómo te sientes?

—Bien.

Sin decir nada más, toma de su bolsillo lo que yo, hasta este segundo creo que es una lapicera, pero se trata de una pequeña linterna que apunta su luz a mis ojos.

—¿Te duele algo? —pregunta, revisando las gotas que caen hacia la manguerilla conectada a mi vena.

—No.

—Bueno. Te desmayaste, ¿recuerdas qué pasó antes de eso?

—¿Me desmayé?

—Sí, por eso estás aquí. Necesito que me digas qué es lo último que recuerdas.

Rápidamente busco en mi memoria lo último que soy capaz de recordar, siendo esto, el reproche de Oliver, preguntándome si he ido a ese lugar, pero la visión es borrosa, porque mis ojos estaban repletos de lágrimas.

—Estaba teniendo una charla con un amigo —respondo incómoda.

—¿Una charla tranquila o era una discusión?

—Puede que no haya sido la conversación más agradable que hemos tenido.

—Entiendo, y durante ese encuentro, ¿te sentías agitada, o asfixiada, tal vez con taquicardia? ¿Sentiste que llegaba un punto que no lo resistirías más?

—Tal vez, no lo recuerdo muy bien. Solo sé que él estaba diciendo algo, pero yo no estaba realmente escuchando, simplemente estaba llorando.

—Bien —suspira—. En tus análisis no ha salido nada fuera de lo normal, ¿sí? Lo que significa que has sufrido de un desmayo por ataque de ansiedad. ¿Te ha ocurrido antes? ¿Te has desmayado o has tenido estos síntomas en repetidas ocasiones?

—Pues... sí pero...

—¿Pero?

—No estoy muy segura de que se deba a eso precisamente —estiro, reviviendo los momentos exactos en los que mi corazón se agita.

—¿Podrías describirme las situaciones?

—No lo sé —digo sin más—. Son momentos en los que recuerdo cosas, o pienso cosas, o saco conclusiones o me encuentro con gente que ha marcado una parte de mí. Gente que también me dispara hacia esa memoria que a veces tengo en mi cabeza, pero no pienso que sea algo que me haga mal. O son situaciones en las que es obvio que estoy pasando peligro. No es nada raro.

Las reglas de un corazón roto. #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora