O C T A V O

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Una luz cegadora iluminó sus ojos cuando llegó la hora de despertar, como todos los días. Una alarma le avisaba que debía levantarse y cepillar sus dientes.

La pequeña cama en la que dormía apenas podía albergar su cuerpo, en el lavabo de un lado reposaba su cepillo y un vaso color blanco.

Blanco.

Como todo en ese lugar.

Las paredes. La cama. La sábanas. Su ropa. El inodoro que estaba a un lado del lavamanos. No había sillas u otro lugar donde sentarse, tampoco mesas o algún mobiliario.

Sus días, desde lo que él podría decir que fueron años, eran siempre iguales. Despertaba, cepillaba sus dientes y lavaba su cara, por la ranura de la puerta le pasaban una bandeja con comida.

Avena con pan, tres trozos de fruta y una caja de leche.

Dependiendo del día, antes del almuerzo debería hacer ejercicio por una hora, eso sí podía saberlo porque en el gimnasio había un reloj. Y sin falta entraba a las 10 de la mañana y salía a las 11, caminaría por media hora en la cancha del patio y luego tendría que ir a las duchas.

Odiaba las duchas. Incluso si eran día por medio. Los chicos que estaban a su al rededor también parecían odiarlas. No podía preguntarles directamente porque tenían prohibido conversar entre ellos pero sus quejidos bajos decían bastante.

Los hacían quitarse la ropa en la ducha comunitaria donde ponían a diez de ellos, sus palmas debían estar contra la fría baldosa de la pared mientras los "cuidadores" los rociaban con agua muy fría, le daban unos minutos para que se echaran jabón y luego volvían a rociarlos con las mangueras de agua a presión.

El sitio no era más que un espacio sin paredes y tapizado con baldosas claras.

No les daban algo con que secarse, en la puerta les darían una muda de ropa y el agua solo se secaria en la superficie de sus pieles. Después de eso volvería a su lugar.

La puerta sería cerrada y un tiempo después el almuerzo llegaría por la misma ranura. Arroz y sopa. O arroz con granos o pasta. Una ración de verduras y una botella de agua.

Durante el resto del día no haría nada más. Extrañaba poder leer y no entendía cual era la razón por la que ya no le permitieron conservar sus libros, todas las historias que leía eran para él maravillosas. La lectura le permitía viajar a lugares lejanos, podía ser cualquier cosa.

También su noona dejó de visitarlo y él no podía entender porque, ahora sus días pasaban grises. Sin embargo, no podía quejarse.

Nadie podía.

Solo recordar lo que le habían hecho por negarse a entregar el último libro que estaba leyendo lo hacía temblar, no era su culpa. Aún no lo había terminado y el realmente quería continuar su historia.

Por fortuna de los moretones y golpes solo quedaron recuerdos, malos, pero ya eran solo eso.

Él realmente nunca pensó el porque su vida era de esa forma, no tenía como comparar. No sabía cómo era una vida normal. Para él esa era su normalidad y no debía cuestionarla sino quería recibir un castigo.

¿Porque eran castigados? No lo sabía y su voluntad estaba lo suficientemente quebrantada como para preguntarselo.

A veces oía los gritos de los demás. Solo algunas veces porque al igual que él, ellos sabían que tenían que comportarse.

La noche llegó y las luces fueron apagadas, se recostó en su cama mirando la completa oscuridad y la nada. Su lugar no tenía ventanas y apenas tenía una puerta así que una vez apagaban las luces todo era completamente oscuro y vacío, y veces el mismo se sentía así.

T R A S H - [Y O O N M I N]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora