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Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquila; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Seúl por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor.

Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que no había pasado nada en absoluto.

En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente allí; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo.

"Claro que —pensé— si ha entrado por una gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie del edificio.

Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se presentaban:

1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando.

2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar.

3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida. "De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres posibilidades."

Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto. A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el café.
A las seis y minutos empezaron a salir varias personas.

A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o alguien importante en la empresa ("Eso sí", pensé con una débil esperanza).

A las siete todo había terminado. Mientras volvía a mi casa profundamente deprimida, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nerviosa las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loca.

Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura. O ella entró en la oficina para hacer una gestión, una audición, o trabajaba allí; no había otra posibilidad.

Desde luego, esta última era la hipótesis más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día, frente a la entrada. Analicé luego la otra posibilidad: la audición. Podría haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la audición para el otro día. También en este caso correspondía esperarla en la entrada.

Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la audición había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil volver al otro día a esperar. Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas con desesperación.

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