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Desperté tratando de gritar y me encontré de pie en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias personas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me dijo:

— La estaba esperando.

Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedecía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se convenían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque.

Mi única esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba que me veían como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no agravar la situación irritando al mago con una reacción demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía peor), comencé a contar todo a gritos.

Entonces observé dos hechos asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y extraño, quizá por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor asombro.

Me callé, espantada. El dueño de casa me miró entonces con un sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie, nunca, sabría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdida para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.

Como dije, cuando desperté estaba en medio de la habitación, de pie, bañada en un sudor frío.
Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono. Me dijeron que se había ido a la estancia. Quedé anonadada. Durante largo tiempo permanecí echada en la cama, sin decidirme a nada, hasta que resolví escribirle una carta.
No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy larga, pero más o menos le decía que me perdonase, que yo era una basura, que no merecía su amor, que estaba condenada, con justicia, a morir en la soledad más absoluta.
Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié una segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor desolación.

En la última, decidí relatarle todo lo que había pasado aquella noche que siguió a nuestra separación. No escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé de confesarle la tentación de suici- dio. Me dio vergüenza usar eso como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras describía mis actos más bajos y la desesperación de mi soledad en la noche, frente a su casa, sentía ternura para conmigo misma y hasta lloré de compasión.

Tenía muchas esperanzas de que Rosé sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada, estaba francamente optimista. A vuelta de correo llegó una carta de Roseanne, llena de ternura. Sentí que algo de nuestros primeros instantes de amor volvería a reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al menos con algunos de sus atributos esenciales, así como un rey es siempre un rey, aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que fuera a la estancia. Como una loca, preparé una valija, una caja de pinturas y corrí a la estación.

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