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Cuando nos levantamos de la mesa para caminar por el parque, vi que Rosé se acercaba a nosotras, lo que confirmaba mi hipótesis: había esperado ese momento para acercársenos, evitando la absurda conversación en la mesa.

Cada vez que Rosé se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo pensaba: "Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto" y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes.

He visto en los últimos años emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a una persona no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contenta: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber caído hasta ese punto.

No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento.
Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones con Rosé y siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de Rosé que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.

En ese momento, al ver venir a Roseanne, ese orgulloso sentimiento estaba casi abolido por una sensación de culpa y de vergüenza provocada por el recuerdo de la atroz escena en mi taller, de mi estúpida, cruel y hasta vulgar acusación de "engañar a un ciego". Sentí que mis piernas se aflojaban y que el frío y la palidez invadían mi rostro. ¡Y encontrarme así, en medio de esa gente! ¡Y no poder arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase el horror y el desprecio que sentía por mí misma!

Roseanne, sin embargo, no pareció perder el dominio y yo comencé inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de esa tarde comenzaba a poseerme de nuevo. Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo probar ante las dos primas que entre nosotras no había más que una simple amistad. Recordé, con un malestar de ridículo, una actitud que había tenido con ella unos días antes.

En uno de esos arrebatos de desesperación, le había dicho que algún día quería, al atardecer, mirar, desde una colina. Me miró con fervor y me dijo: "¡Qué maravilloso, Lisa!" Pero cuando le propuse que nos escapásemos esa misma noche, se espantó, su rostro se endureció y dijo, sombríamente: "No tenemos derecho a pensar en nosotras solas. El mundo es muy complicado." Le pregunté qué quería decir con eso. Me respondió, con acento aún más sombrío: "La felicidad está rodeada de dolor."

La dejé bruscamente, sin saludarla. Más que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella en forma total y que debía resignarme a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños, o como la felicidad de algunos pasajes musicales.Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada palabra, cada gesto de su cara. ¡ Hasta era capaz de sonreír a esa otra mujer! Me preguntó si había traído las manchas.

—¡ Qué manchas! —exclamé con rabia, sabiendo que malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro.

—Las manchas que prometió mostrarme —insistió con tranquilidad absoluta—. Las manchas del puerto.

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