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Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida." Mi pensamiento flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ¿Qué me importaba esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir; desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto: un pequeño retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habría existido nunca en mi vida.

Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi cabeza no funcionaba bien y Rosé se me aparecía una y otra vez como algo incierto y melancólico. Sólo horas más tarde mis pensamientos empezarían a alcanzar la precisión y la violencia de otras veces. Los días que precedieron a la muerte de Rosé fueron los másatroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo quesentí, pensé y ejecuté,pues si bien recuerdo con increíble minuciosidad muchos de losacontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me aparecen como sueñosborrosos y deformes. 

Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo elefecto del alcohol, echada en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegara la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendovarios whiskies seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté, que toméun taxi y que me fui a un bar de la calles muy lejanas y distantes de mi taller.Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unasbotellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con unterrible dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría lapuerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando nuevamente porlas calles y rascándome mucho. Creo que entré nueva- mente a un bar. 

Horas (odías) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas enlas que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertaren mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hechoinfinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás suslímites No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí, vestida, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger después de una gran inundación: Rosé en el acantilado, Amelie empuñando su boquilla, la estación, un almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La estancia, Rosé preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Jennie mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre las primas, un marinero arrojando una botella, Rosé avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Amelie diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Jennie hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita.

Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas. Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir una carta a Roseanne. Primero escribí que deseaba darle una explicación por mi fuga de la estancia (taché "fuga" y puse "ida"). Agregué que apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché "por mí" y puse


"por mi persona"). Que comprendía que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse "calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin comprender cómo era posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su esposa y a mí, al mismo tiempo que se acostaba con Jennie . Con el agravante —agregué— de que también se acostaba con la esposa y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que pensar, etcétera. Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada.

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