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Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno? ME HE APARTADO de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintura?

Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habladurías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros.

Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición. Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una simple presentación. Encandilado con la desagradable luz de la timidez, me eché gozosamente en brazos de esa posibilidad. ¡Una simple presentación!

¡Qué fácil se volvía todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en aquel momento que encontrar a una amistad suya era tan difícil como encontrarla a ella misma, porque es evidente que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era ella. Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente, el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso, buscar un amigo o una amiga en común para que nos presentara.

Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me pareció una especie de frivolidad y lo deseché, me avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa naturaleza.

Conveniente dejar establecido que no descarté esta variante por descabellada, sólo lo hice por las razones que acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que es descabellado imaginar la remota posibilidad de que un conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está acostumbrada a reflexionar sobre los problemas humanos. Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la causa de la estratificación es alguna característica de minorías.

Me ha sucedido encontrar una persona en un barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de Seúl. ¿Es razonable atribuir al azar estos encuentros repetidos? Pero estoy diciendo una trivialidad, lo sabe cualquier persona aficionada a la música, al esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al encuentro en la calle.

¿Cómo demonios hacen ciertas mujeres para detener a otra mujer, para entablar conversación y hasta para iniciar una aventura? Descarté sin más cualquier combinación que comenzara con una iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y definitiva.

No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas que suelen presentarse cada millón de veces; que ella hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a una remotísima lotería, en la que había que ganar una vez para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el premio en el caso de ganar en esta segunda jornada.

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