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—No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí misma—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.

¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?
Ella seguía en silencio.

—Esa escena de la playa me da miedo —agregué después de un largo rato—, aunque sé que es algo más profundo. No, más bien quiero decir que me representa más profundamente a mí... Eso es. No es un mensaje claro, todavía, no, pero me representa profundamente a mí.
Oí que ella decía:

—¿Un mensaje de desesperanza, quizá? La miré ansiosamente: —Sí —respondí—, me parece que un mensaje de desesperanza. ¿Ve cómo usted sentía como yo? Después de un momento, preguntó: —¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? – La observé con sorpresa.

—No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa? Quedó un tiempo bastante largo sin responder; por fin volvió la cara y su mirada se clavó en mí.

—La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo, como contestando a su propia pregunta—. Lo que importa es la verdad.

—¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté. Casi con dureza, afirmó:
—Claro que es verdadera.

Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. "¿Por qué esa dureza?", me preguntaba, "¿por qué?" Quizá sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente, agregó:

—Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan.

Quedamos en vernos pronto. Me dio vergüenza decirle que deseaba verla al otro día o que deseaba seguir viéndola allí mismo y que ella no debería separarse ya nunca de mí. A pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas inexplicables. No sé ahora qué le dije en aquel momento, pero recuerdo que ella me respondió que debía irse. Esa misma noche le hablé por teléfono. Me atendió una mujer; cuando le dije que quería hablar con la señorita Rosseane Park pareció vacilar un segundo, pero luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí la voz de Rosé, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco.

—Necesito verla, Roseanne —le dije—. Desde que nos separamos he pensado constantemente en usted cada segundo. Me detuve temblando. Ella no contestaba.

—¿Por qué no contesta? —le dije con nerviosidad creciente.

—Espere un momento —respondió.

Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella parecía estar temblando.

—No podía hablar —me explicó.

—¿Por qué?

—Acá entra y sale mucha gente.

—¿Y ahora cómo puede hablar?

—Porque cerré la puerta. Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme.

—Necesito verte, Rosé—repetí con violencia—. No he hecho otra cosa que pensar en ti desde el mediodía. Ella no respondió.

—¿Por qué no responde?

— Manoban... —comenzó con indecisión.

—¡No me diga Manoban! —grité indignada.

—Lalisa ... —dijo entonces, con timidez. Sentí que una interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras. Pero Roseanne se había detenido nuevamente.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla?

—Yo también —musitó.

El TúnelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora