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La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un décimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron decirme:

"Compadéceme de todo eso." ¡Querida, querida Roseanne! ¡Cómo sufrí por ese instante de ruego y de humillación! La miré con ternura y le respondí:

—Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio.

—Tengo mucha ansiedad por verlas —dijo, nuevamente con la frialdad de antes.

—Podemos verlas ahora mismo —comenté adivinando su idea.

Temblé ante la posibilidad de que se nos uniera Amelie. Pero Rosé la conocía más que yo, de modo que añadió en seguida algunas palabras que impedían cualquier intento de entrometimiento:

—Volvemos pronto —dijo.Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo hacia la casa. Observé fugazmente a las que quedaban y me pareció advertir un relámpago intencionado en los ojos con que Amelie  miró a Jennie.

Pensaba quedarme varios días en la estancia, pero sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.

Apenas nos separamos de Jennie y Amelie , fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por Roseanne.

Los primos habían desaparecido, de todos modos. Rosé comenzó entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente (extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y desesperanzaba, porque intuía que esa forma de Rosé me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a Jennie o a alguna otra.

La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza.

¿Todos sienten así o es un de- fecto más de mi desgraciada condición? Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso mar batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno.

—Cuántas veces —dijo Roseanne — soñé compartir contigo este mar y este cielo.
Después de un tiempo, agregó:

—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntas. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en ti, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo.

Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras tú la que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorida por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca.

Después vinieron aquellos instantes de la plaza, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medías palabras, tu mensaje cifrado.

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